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Clásica / James Rhodes
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El pianista ‘indie’

El británico, erigido en divulgador y personaje, acerca por vez primera a Chopin o Rachmaninov a las Noches del Botánico

El pianista  James Rhodes durante el ensayo previo a su actuación de ayer en las Noches del Botánico, en Madrid.
El pianista James Rhodes durante el ensayo previo a su actuación de ayer en las Noches del Botánico, en Madrid. JuanJo Martin (EFE)

Lleva un par de años James Rhodes como ingrediente de todas las salsas, y desde anoche forma también parte de la historia de las Noches del Botánico, que siempre aportan pedigrí. El único problema con el londinense es que ya no sabemos si catalogarlo solo como músico o atribuirle las condiciones de divulgador, ensayista de éxito, jorgebucay anglófono, tertuliano radiofónico, profesor particular o entrañable guiri matritense que reside desde el verano pasado a 10 minutos de la Ciudad Universitaria. Hace bien, qué demonios, en aprovechar el tirón de estos tiempos dulces; lo mismo haría cualquier otro en su lugar, porque luego nunca se sabe. Y, por lo atestiguado ayer en los jardincitos de la Complutense, el don de gentes está lejos de abandonarle: 2.200 personas finiquitaron el papel para atender a su discurso embaucador y, de paso, escuchar un piano delicadísimo.

Rhodes sabe sacarle partido a su imagen de cultureta clásico pero indie, ese gafapasta sin pajarita: luce zapatillas blancas y una sudadera universitaria donde, en lugar de “Harvard”, puede leerse “Bach”. Es la plasmación de una personalidad singular, provocadora, la de quien inició su celebradísima autobiografía con la frase: “La música clásica me la pone dura”. Aunque el detalle más transgresor sí tiene verdadera enjundia: la ausencia de partitura en el atril. Durante una hora y veinte minutos. Aleluya.

La Partita número 1 en Si bemol, de su adorado Johann Sebastian , incluido su dificilísimo sexto movimiento, abrió un menú que incluía escalas en Chopin (claro) y Rachmaninov. James ameniza la sesión con largas y lúcidas contextualizaciones de las obras, salpimentadas de humor británico (“en Barcelona hoy habrían tenido dinero para ponerme una orquesta”). Una tosca webcam nos muestra sus manos mientras le vemos retorcerse, apasionado, frente a las 88 teclas. Todo tan sutil que a ratos entraban ganas de implorar a los grillos que moderaran el volumen de sus conversaciones.

Los parlamentos fueron casi siempre en inglés, aunque aprovechó su castellano para disculparse con desparpajo (“Aprender español con 43 años es jodidamente difícil”) e incluso tantear un juego de palabras en su nueva lengua: “Soy el típico gilipollas británico en el jardín botánico”. La felicidad, esa que parece guiarle en estos momentos dulces, sirvió de hilo conductor para una noche en la que los bises hacían escala en Gluck o un Beethoven al que quiso imaginar algo beodo frente al piano, quizá después de una generosa ingesta de Rioja. Ha encontrado un espacio James Rhodes, tipo ameno e ingenioso que gana en la distancia corta todo lo que pierde por culpa de la sobreexposición.

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