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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El momento de recuperar España

El nuevo Gobierno tiene la oportunidad de visualizar que España es un país democrático, con imperfecciones sin duda, pero democrático al final y al cabo

Argelia Queralt Jiménez
Quim Torra, en el Parlament.
Quim Torra, en el Parlament.efe

El jueves el Parlament aprobó una moción que reiteraba los objetivos políticos de desconexión declarados tras el 9N, una moción que para la CUP es un mandato al Gobierno, pero que, de nuevo, para ERC y JxC es solo una declaración simbólica. Estos dos partidos están sumidos, especialmente desde la investidura de Quim Torra, en una suerte de bipolaridad política caracterizada por ejercer el autonomismo paralelamente a la reivindicación de la unilateralidad y la república (non nata).

Seguir tirando del hilo de lo que nunca sucedió solo sirve para mantener la tensión entre catalanes y poco más. Al president Torra, y al comandante en jefe Puigdemont, el desafío aparentemente simbólico al Gobierno y al Estado puede acabar convirtiéndosele en un boomerang: parte de la ciudadanía de Cataluña que hasta ahora apoyaba al procesismo puede acabar asumiendo que la independencia no está a la vuelta de la esquina (ahora está más lejos que nunca gracias a la apuesta temeraria de sus líderes), que España no es Turquía y que sus necesidades básicas llevan aparcadas meses (también antes del 155).

Mientras la noria del independentismo sigue girando sobre sí misma, el Gobierno de Sánchez puede desmontar algunas de las ilusiones políticas del procesismo, lo que puede llevar a desmovilizar (quizá lo esté haciendo ya) a parte de sus votantes. Recordemos que los bloques independentistas y no independentista en el Parlament de Cataluña no se han movido en los últimos años, esto es, hay mayor polarización en los bloques, pero no hay trasvases sustanciales entre ellos. Además, como explican Juan Rodríguez y Astrid Barrio en sus trabajos, asistimos a una competición continuada entre ERC y las diferentes versiones de Convergencia para ver quién lidera el independentismo en Catalunya y, por ende, quién la gobierna. El simbolismo independentista refleja la pugna entre dos partidos políticos por el poder, ni más ni menos. La unilateralidad ha quedado desmantelada, y ellos lo saben. Ahora se trata de mantener el liderazgo del bloque. La traición al procés genera todavía demasiado vértigo, aunque, en la práctica, la Generalitat haya vuelto al autonomismo.

En este contexto, el nuevo Gobierno tiene la oportunidad de visualizar que España es un país democrático, con imperfecciones sin duda, pero democrático al final al cabo. Un Estado de Derecho de la Unión Europea que, según diferentes índices internacionales, cumple con los estándares de democracia. También en materia de respeto de los derechos humanos España se mantiene por encima de la media. Y no se trata de complacencia, pero sí de colocar cada cosa en su lugar porque resulta cada vez más evidente que el procés y sus maneras entroncan con un movimiento mucho más amplio y global de desacreditación democrática.

Por el contrario, en el otro lado se sigue hablando del mandato del 1 de octubre, cuando todos los agentes políticos implicados han reconocido su falta de validez jurídica. El 1-O no se celebró ningún referéndum porque nunca se cumplieron las reglas necesarias para considerarlo como tal: la primera de ellas, que se adecuara al ordenamiento vigente. Por mucho que se insista, Cataluña no tiene hoy derecho a la autodeterminación. Otra cosa es que deba encontrarse una respuesta política a la voluntad sostenida en el tiempo de dos millones de personas que dicen querer marcharse. La respuesta podría haber sido un referéndum (pactado y no vinculante) como ejercicio de una voluntad política institucional, no como ejercicio de un derecho preexistente. Por todo ello, en octubre no se celebró un referéndum. De ahí que sea incomprensible la desproporcionada respuesta policial en aquella jornada.

En estos días se evidencia como el Gobierno de Rajoy se convirtió para los grupos independentistas en un aliado inesperado pero muy potente. Un Gobierno que se inhibió de hacer política en favor de los jueces y Tribunales, haciendo un flaco favor al sistema institucional. Pero un Gobierno, al fin y al cabo, uno más. Es el momento de insistir en que el PP y su último gobierno no son España ni su Constitución. Muchos independentistas no dejarán de serlo, están en su derecho. Sin embargo, una parte de la ciudadanía catalana, que, ante la abulia política y los excesos jurídicos de Rajoy, viró hacia las ilusionantes, pero falsas, promesas procesistas, podría volver considerar el proyecto de convivencia español como una apuesta de futuro sólida. Para ello es necesario ofrecer una propuesta de convivencia renovada, más allá de la conllevancia, que ilusione de nuevo a catalanes y catalanas, que les permita vivir su identidad, siempre compleja y múltiple, sin renuncias. Señores presidentes, en sus manos está.

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