Rock para ensordecer a todo un estadio
Guns N'Roses sacaron músculo machote en su reaparición en el Estadio Olímpico
Incluso en el peor concierto es emocionante el momento de su inicio. El griterío de la pasión desbordada, el ruido que brota de los altavoces, los brazos que se alzan y la explosión de luces cooperan en ese instante mágico. Ayer ocurrió en el Estadio Olímpico con 25 minutos de retraso, pero ocurrió, y cuando Guns N' Roses salieron al escenario todo fue emoción. Sonaba It's So Easy, atronaba, mejor, y los tres Guns originales, Axl, Slash y Duff, ya se dejaron ver en las tres pantallas del escenario. La luz del día aún no se había difuminado, pero en escena ya había tres estrellas que brillaron para las más de 50.000 personas que ocuparon el recinto.
Como siempre Axl Rose ya dio la nota con su aspecto, ayer marcado por la ferretería que en forma de cadenas y abalorios lucía con orgullo de platero, y por un sombrero negro de generoso tamaño. Slash, más comedido, optó por una camisa negra que disimulaba la eclosión de su figura. Se mantuvo fiel a cuatro cosas: sus melenas, su chistera, sus gafas de espejo y soltar el primer solo rapidito, a modo de introducción a la cuarta pieza, Welcome to the jungle. Y es que sí, Guns N' Roses comenzaron con hits y a todo trapo, tanto que las letras no se entendían y el sonido estaba tan alto y poco definido que las melodías se intuían, reconstruyéndose al completo en la mente de los fans que ya estaban en pie tras Mr Brownstone. Eso sí, los habituales berridos agudos de Axl no necesitaban entenderse, penetraban sin traductor hasta la parte más profunda del tímpano, cosquilleándolo como una aguja incandescente.
Con estos elementos en juego no cabe señalar que el escenario era menos imaginativo que el trabajo de un registrador de la propiedad, algo muy propio del rock de toda la vida, que lo fía todo a la música, dicen, descargándose así de la responsabilidad de ofrecer espectáculo más allá de los vatios de sonido y los planos cortos de las estrellas. Una simple caja negra enorme, unas escaleras con luces en los frontales de los peldaños y basta, a menos que se considere espectáculo ver a Axl Rose caminar y a Slash soltar solos pirotécnicos a mayor gloria de su veloz y precisa digitación. A todo esto Axl ya había cambiado sombrero por gorra, volvería al sombrero más tarde, y en Better se le vio enrojecido, no se sabe si por haber ido a la playa o porque desgañitarse le pasaba factura.
Ese fue el guion del concierto a lo largo de sus más de tres horas de duración, en una prueba más que volver a reunirse es el negocio del siglo en el rock, cuyo actual carburante es la nostalgia. Si como dice un personaje de Zidrou en Los buenos veranos, “vivir es como conducir, has de mirar hacia adelante pero siempre estás pendiente del retrovisor”, la carrera de Guns N' Roses tiene un retrovisor tamaño armario ropero.
Repasaron su discografía, tocaron una media docena de versiones, incluida una de Velvet Revolver —grupo de Slash y Duff— y procuraron mostrarse tan en forma como cuando eran unos chavales, haciendo válido otro de los tópicos del rock de estadio; a saber, si no pareces un chaval es que eres un cadáver. Es más, Shadow Of Your Love una pieza recientemente editada y posible avance de un nuevo disco, tiene la velocidad de la anfetamina, como si sus autores quisiesen poner a prueba su edad. O disimularla. Por lo tanto la noche fue en lo esencial física, orlada con una imaginería no precisamente sutil a base de calaveras, armas y tatuajes que retrotraen a un mundo bastante elemental que ya fue mostrado antes de iniciarse el concierto mediante un tanque aplastando huesos. Este es hoy el rock de Guns N' Roses, una máquina de aplastar.
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