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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Dominica

Recorrido por los escenarios de la tragedia de una familia vasca represaliada por el franquismo

Pere Vilanova
Miembros del Ejército Vasco en Euskadi, en 1937.
Miembros del Ejército Vasco en Euskadi, en 1937.Centro de Patrimonio Documental de Euskadi

Se llamaba Dominica Artola Etxebarria. A poco de empezar la Guerra Civil, las tropas franquistas de Navarra, el Requeté, irrumpieron en el País Vasco por la parte de San Sebastián y empezaron a ir casa por casa. En el barrio de Amara, subieron a casa de Dominica, que tenía 66 años y una ciática que limitaba su movilidad. Buscaban a su hijo Ricardo, obrero tipógrafo y militante comunista, que había huido a Bilbao con su mujer y sus cuatro hijas y dos hijos. La subieron a un camión con muchos otros presos de toda edad y condición, y los llevaron a Hernani. Allí, a Dominica y a otros, durante algunas noches los sacaban de sus celdas y amagaban con que los iban a fusilar. Una noche, el 18 de octubre de 1936, la sacaron, la llevaron al cementerio, la pusieron contra la pared, y la fusilaron. Fueron todos a parar a la fosa común. ¿Qué fue del resto de la familia? En 1937, el Gobierno Vasco, ante la inminente caída de Bilbao, organizó la evacuación de mucha gente. Ricardo y su mujer, Micaela, fueron a parar a Buenos Aires, él nunca volvió, ella tardó más de veinte años ya viuda. Los dos chicos murieron pronto, uno en el frente (no tenía ni 18 años), el otro de los malos tratos recibidos en la cárcel a poco de su detención. Las hijas, que tenían entre nueve y catorce años, fueron a engrosar las files de los llamados “niños de la guerra”, más de 3.000 que el Gobierno vasco mandó a la Unión Soviética para ponerlos a salvo. Esos niños, inicialmente fueron acogidos en media docenas de “casas de niños” en diversas partes de la zona de Moscú y Leningrado. Hasta que en junio de 1941 los alemanes invadieron la Unión Soviética y en poco tiempo llegaban a las puertas de Moscú y de Leningrado.

Los chicos y chicas de la guerra fueron dispersados. La hija mayor, Carmen, fue llevada a... Stalingrado! La segunda, María Luisa, tuvo algo más de suerte, llegó a... Samarcanda, en Asia Central. La pequeña, Ester, murió más tarde, de tifus. La cuarta, Maite, al acabar de guerra mundial, consiguió llegar a Buenos Aires. Se fueron de Bilbao, las cuatro, en 1937 y les decían que sería cosa de unos meses, un año a lo sumo. Nunca volvieron a ver a su padre y hermanos, y las que volvieron, María Luisa llegó a Barcelona en 1956, y Carmen, regresó a España en 1978.

El otro día, los nietos de María Luisa organizaron un emotivo viaje, aunque no desprovisto de buen humor, a San Sebastián y Hernani. Entre nietos, primos y emparejados varios, y hasta un biznieto, éramos quince. María Luisa, 95 años y en silla de ruedas, pero con la memoria intacta, nos guio por su San Sebastián. El mercado de la Brecha en el Barrio Antiguo, donde Dominica vendía pescado, después a su casa (el edificio todavía sigue allí) en el barrio de Amara, y hasta la Catedral del Buen Pastor, donde, nos explico, hicieron todos la primera comunión. Uno de los nietos le dijo, riendo: “pero babushka (abuela en ruso), si erais todos comunistas, hacíais la primera comunión?”. Y ella exclamó, con cara de indignada sorpresa: “Claro! Pero que tiene que ver una cosa con la otra?”. Y después subimos a Hernani, al cementerio, y ahí la cosa pasó a ser menos alegre. A la entrada del recinto, hay un memorial bastante grande en el que están escritos unos 150 nombres, por orden alfabético. Dominica Artola, claro está entre los primeros. Hay de todo, hombres y mujeres, pero los de este mural todos fueron fusilados entre el 18 y el 23 de octubre de 1936. Un poco más adelante entras en una pequeña cripta, que no tiene mucha gracia, y algunos familiares han puesto en las paredes alguna lápidas, pero no hay nicho detrás de ellas, están todos —todos— en la fosa común que tienes bajo tus pies. María Luisa, rodeada de quince hijos, sobrinos nietos y un biznieto, con la mirada nublada de lágrimas, iba diciendo: “solo quedo yo, solo quedo yo...”. Pero no era verdad, y como prueba definitiva de la vida sobre la muerte, había hasta el biznieto. A la vuelta, nos llevaron a comer al restaurante de un buen amigo de los sobrino-nietos, y lo que nos dieron dejó corto el menú de la divertida escena de la película Ocho apellidos vascos. La vida había ganado por goleada y María Luisa ha ordenado en paz todos sus recuerdos.

Pere Vilanova es catedrático de Ciencia Política de la Universidad de Barcelona.

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