Catarsis irlandesa
La despenalización del aborto amplía las perspectivas de una sociedad regida hasta ahora por la Iglesia católica
siglo veintiuno, tras décadas de debate y cinco referéndums previos, Irlanda acepta reformar la constitución y legalizar el aborto. Una mayoría amplia de los electores, un 67%, ha dado su aprobación. Lo han decidido en un clima alborozado que ha trascendido fronteras, una catarsis fenomenal que hemos visto en los noticiarios y a las redes comunicativas globales. “Seísmo”, “orgullo”, “emoción” eran las palabras más oídas el domingo al saberse los resultados. Una catarsis pública, en las calles, en un país que hasta esta campaña ha tratado el tema con eufemismos, sin hablarlo. Es buena noticia en todas partes. También fuera de Irlanda: aunque cueste mucho conseguirlas, que así ha sido en este caso, las medidas civilizadoras ganan. El derecho a tener hijos deseados es básico.
“La revolución tranquila”, se ha dicho. “Lo que vivimos hoy culmina la revolución tranquila que vive Irlanda desde hace diez o veinte años”, en palabras del primer ministro, Leo Varadkar, político de centro-derecha, declaradamente gay, hijo de inmigrantes indios, médico de formación y proeuropeo. Irlanda tiene un presidente gay desde hace un año, la unión entre personas del mismo género está aprobada, la homosexualidad no está criminalizada y el divorcio es legal. Pero hasta este viernes no ha sido posible romper su tabú supremo, el aborto.
Lo celebrará incluso el capitalismo rampante. La economía irlandesa ha tenido que considerar el gran flujo de mujeres y hombres jóvenes que han emigrado en los últimos años por falta de trabajo, pero también para no vivir más en un país que no reconocía su derecho a formar familia cuando pudieran y como quisieran. Estando ya en la Unión Europea, con los grandes cambios que ha comportado para el país isleño, no tener derecho sobre el propio cuerpo y la propia descendencia ha pesado en sus ciudadanos en los últimos diez años. Hay cuestiones morales que pasan por la forma de entender la vida, que es algo que cada cual traza, solo o en pareja, hasta influir en las leyes económicas y acabar así siendo cuestiones colectivas. El modelo de familia es una de esas cuestiones.
Un derecho, sobretodo si es femenino, es reconocido por haber sido exigido, no se concede sin más, pero el clima social que lo reconoce se da cuando no tenerlo causa demasiados daños económicos colectivos. El éxito de un derecho también pasa por ahí. En Irlanda, han luchado por el aborto unas cuantas generaciones en condiciones muy duras. Mujeres muertas por no ser atendidas en hospitales a pesar de desangrarse, mujeres esclavizadas por ser madres solteras. Oscurantismo y temor sexual.
La Iglesia católica irlandesa ha dirigido la vida privada de los irlandeses con rigor extremo y ha sometido a las mujeres de manera implacable. Sus abusos sexuales a menores durante décadas conformaron en 2009 un dossier espantoso, el Informe Ryan. Cientos de cadáveres de fetos enterrados fueron hallados el año pasado en el jardín de un centro para mujeres solteras. Otro informe, el McAleese, da cuenta de 10.000 mujeres en régimen esclavista en lavanderías regidas por responsables católicos y financiadas por el Estado, entre 1922 y 1996, por ser madres solteras.
Unas madres solteras a causa casi siempre de la emigración de los hombres. Mucho dolor, mucho temor a la iglesia y a las instituciones encargadas de la familia. Tanto es así que un gran flujo de personas regresó a Irlanda desde el extranjero la semana pasada para votar. Mayoritariamente, para votar que sí. Volvieron, aunque fuera por unas horas.
En diez años han emigrado cerca de 750.000 personas, y se calcula que han regresado unas 10.000 para votar. Hay quien ha viajado desde el Japón, América, el norte europeo. Muchas mujeres se habían concentrado en los últimos tiempos ante las embajadas de Irlanda de diversas capitales para protestar, maleta en mano. Una foto de Alastair Moore para el grupo activista Abortion Rights Campaign, con base en Londres, muestra a un numeroso grupo de jóvenes con sus maletas, formando una larga fila de protesta. Desde 1983, cuando se endureció la ley, se calcula que unas 180.000 mujeres han viajado fuera para abortar. Ahora, tantas emigrantes han regresado para votar. También han regresado hombres.
Se temía que el referéndum dividiría a los irlandeses y, en realidad, les ha unido. Han votado que sí el doble de los que han dicho que no. Para que no haya dudas. Y lo han manifestado con lágrimas de alivio en las calles.
Mercè Ibarz es escritora y profesora de la UPF
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