Rayden, la voz que sazona el verso
El rapero alcalaíno combina ingenio, ternura y verbo afilado en su arrollador paso por Los Matinales de EL PAÍS
Los cocinillas bien que lo saben. Incluso los mejores alimentos requieren del complemento de una buena salsa, de un pellizquito de sal, pimienta y otras especias sustanciosas. David Martínez Álvarez, Rayden a efectos de la posteridad, se ha convertido en eso, en un espléndido sazonador. Un rapero joven pero experimentado, un rimador que no se conforma con la consonancia y cada vez ejerce más de cantante y melodista, de músico integral que repudia la primera persona y se rodea de otros seis para llenar la escena. Y un artista decidido a “arrancar del labio la mordaza”, como reza en su volcánico poemario, que es caricia para las almas y sonoro puñetazo en cada mesa.
A Rayden le bastaron pocas horas para finiquitar el medio millar de entradas disponibles en la Galileo Galilei con la nueva entrega que este sábado vivían Los Matinales de EL PAÍS. Y saludó como mejor sabe, encadenando rimas vertiginosas hasta para decir hola, avisando de que, aun sintiéndose “cada vez mejor persona y mejor padre”, su comparecencia iba a ser “un desmadre”. Lo fue a su manera, con más sagacidad que griterío, con la firmeza serena de quien ha aprendido a mirar el mundo a su alrededor y sabe que muchas cosas (y unos cuantos seres muy poco humanos) no tienen ni pizca de gracia.
David pisó callos y se metió en unos cuantos jardines, que es “lo que mejor se le da”. Y no es intuición, sino resumen de una mujer que a nuestro lado no paró de reír, llorar, hundir las yemas en los lacrimales y dilapidar sus reservas de kleenex: su señora madre.
Dedicó Rayden el concierto “a los másteres de Cifuentes y Pablo Casado” y advirtió más tarde, con legítimo orgullo complutense, de que él no había estudiado “en Aravaca ni en Harvard, sino en Alcalá”. Es la legitimidad que avala al hombre honesto, ese que puede mirarle a la cara al cretino y avisarle en sus narices: “Vete ya de aquí, que eres muy pesao” (Pan, circo, ajo y agua). El que concita a un público jovencísimo, embelesado, que se agolpa en los pasillos de la Galileo y mira con cierto estupor a las “personas mayores” que picoteaban panchitos y galletitas saladas en las mesas. Y quien incluso entona Pequeño torbellino con su chiquillo en el regazo, ese mismo que “puso el mundo manos arriba”. La canción reunió dos méritos extraordinarios: resultar emotiva sin incurrir en empalago y, más asombroso aún, que la sala en pleno atendiera el ruego del papá y nadie levantase la cámara para registrar imágenes de Diego.
Acostumbrado a quemar muchos minutos a deshoras, Rayden no solo se acomodó al horario de la matiné sino que acabó derrochando ingenio. Como cuando pidió que el inspector de la SGAE se tapara los oídos para no escuchar las sorprendentes citas a Amor espinado, de Santana con Maná, que incluyó en Haciendo cuentas. O como al definirse con manifiesto sentido autoparódico: “Somos un grupo de amigos que se ganan la vida haciendo el gilipollas”.
No le crean. Tipos como él o su desgarradora e inseparable segunda voz, Mediyama, no despegan los labios en vano. Por eso su final de fiesta, Matemática de la carne, desató un estallido de móviles ondeantes con esa orgía de estados para el guasap: “Te comería a versos”, “Mi más sentido bésame”, “Te haré el humor hasta llegar al orgasmo”… Rayden, ya lo ven: en todas las salsas.
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