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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Y ahora qué?

La derrota del unilateralismo abre un nuevo tiempo político y la posibilidad de explorar un acuerdo de unidad catalanista que supere la política de bloques

Milagros Pérez Oliva
Lazos amarillos en el Parlament.
Lazos amarillos en el Parlament.ALBERT GARCIA

Cataluña vive desde hace dos días una explosión de emociones. Con el encarcelamiento de otros cinco dirigentes nacionalistas, entre ellos el candidato a ser investido presidente de la Generalitat, una parte importante de la plana mayor del independentismo está fuera de España o en prisión y con la perspectiva de no salir en muchos años. Más de media Cataluña se debate estos días entre la tristeza, la indignación y la rabia. Este estado de ánimo no se limita a las multitudes que el viernes por la noche salieron a las calles en protestas que se saldaron con 25 heridos. Abarca también a quienes, sin ser independentistas ni estar de acuerdo con los métodos que utilizaron las fuerzas soberanistas la pasada legislatura, están abatidos por las consecuencias que puede tener el rumbo que han tomado las cosas.

La fallida sesión de investidura del jueves sirvió al menos para dos cosas: puso en marcha el reloj que ha de conducir en un plazo de dos meses a formar gobierno o a celebrar nuevas elecciones; y sirvió también para certificar el final del Procés, o mejor dicho, del procesismo, esa nefasta estrategia por la que soberanismo quedó atrapado en una agenda que todos sabían que solo podía conducir al fracaso. Fue precisamente Carles Riera, portavoz de las CUP, quien emitió el certificado de defunción. De forma explícita, sin ambigüedad. El proceso, y las alianzas que lo han hecho posible, han terminado, dijo.

¿Y ahora qué?

Ahora se abre un tiempo de incertidumbre y peligro, desde luego, porque la dureza de la respuesta judicial seguirá provocando reacciones en la calle. Pero también se abre un tiempo de oportunidad: la posibilidad de superar la política de bloques y de confrontación que ha conducido a peligrosa polarización política y social de los últimos años. El independentismo sabe que la vía unilateral ha fracasado. Aun habiendo logrado un apoyo electoral muy importante, impensable hace apenas diez años, la fuerza acumulada ha sido insuficiente no ya para imponer una ruptura con España, sino siquiera para obligar al Gobierno del PP a negociar. Lo único que ha conseguido el unilateralismo es reforzar las tendencias recentralizadoras que están en el origen del conflicto y despertar al nacionalismo español más beligerante y extremista.

Una parte del independentismo aboga ahora por dar un paso atrás, ganar tiempo para ampliar la base social y acumular así la fuerza que le ha faltado. Pero si lo que pretende es acumular fuerza para llegar al mismo sitio, corre el peligro de caer de nuevo en la irrealidad que le ha llevado a la actual situación. Difícilmente sumará más fuerza si lo que defiende es una agenda unilateral y de ruptura. Retomar o no la unilateralidad es su gran disyuntiva. Desde esta perspectiva, resulta significativo que en las dos sesiones parlamentarias de esta semana solo la CUP haya defendido la agenda unilateral y de confrontación. Como también fue muy significativo que tanto Xavier Domènech, portavoz de los comunes, como el socialista Miquel Iceta abogaran por acuerdos transversales que permitan superar la divisoria entre independentistas y constitucionalistas.

Esa es la puerta que podría abrir un nuevo tiempo político para Cataluña. Existen diferentes fórmulas a explorar, incluido un gobierno de unidad catalanista lo más amplio posible y alejado de las disputas partidistas, con figuras independientes de prestigio, que tenga como objetivo recuperar el autogobierno, preservar la economía e impulsar una propuesta para un nuevo pacto institucional en España. Los independentistas deben elegir entre persistir en una vía que ya se ha demostrado fallida, o recomponer fuerzas para obligar desde Cataluña a replantear un sistema que da muestras de agotamiento y abordar la grave crisis territorial e institucional que el Gobierno del PP se niega a reconocer. Hace tiempo que la crisis catalana se ha convertido en una crisis institucional española.

Cegado por la percepción de victoria es muy posible que el Gobierno de Rajoy y quienes le acompañan en la batalla para derrotar al independentismo caigan ahora en la irrealidad de pensar que pueden dar la batalla por ganada. Aunque tienen elementos para acariciar la idea de que han aplastado la cabeza de la “serpiente separatista”, como algunos se refieren al problema catalán, la realidad es que la derrota del independentismo unilateral no zanja el conflicto y que el encarcelamiento de sus dirigentes no pone fin al descontento y el malestar que desde hace tiempo anida en amplísimas capas de la población catalana. Lo único que hace es echar sal a la herida.

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