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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El día después

No hay sitio para tanta gente. Pues habrá que turnarse y repartir esfuerzos. Compartir la paternidad, el cuidado de los ancianos y de la casa.

Rosa Cullell
Manifestación del 8 de marzo, el día de la huelga feminista.
Manifestación del 8 de marzo, el día de la huelga feminista.Albert Garcia

El sábado me hice el café doble, unté las tostadas con tomate (costumbre que me devuelve cada mañana a casa, esté donde esté) y abrí los periódicos. Uno español, El País; otro portugués, el Expresso. Leía sobre los rusos ultracatólicos, en este diario, después de haberme informado del pujante mercado inmobiliario lisboeta en el semanal luso, cuando me invadió una sensación rara. Allí faltaba algo. Los dos periódicos arrastraban aún bastante información sobre el jueves 8 de marzo, el día en que se llenaron las calles españolas de mujeres en huelga (por tantos motivos), mientras en Portugal pasaba inadvertido (aunque aquí a ellas también les sobren los motivos).

No faltaban datos en ninguno. En España, la brecha salarial llega al 14,2%; en el país vecino, roza el 20%, una cifra que ha empeorado en los últimos años, con la austeridad y los objetivos europeos de reducción de déficit. También se resaltaba que esa brecha es aún mayor si al salario bruto se suman pluses, variables y pagos en especie. Los editoriales estaban, desde luego, a la altura de la movilización femenina, destacando que la democracia es incompatible con la discriminación. Volví atrás y revisé las páginas (el sábado me doy el gusto de pasarlas una a una, sin prisa, como si no existieran los digitales, gozando del papel).

Soy, imagino que lo han adivinado, una vieja feminista de los setenta, de las que hace tiempo dejaron de protestar; bastante contenta, confieso, con mi independencia y con las mejoras conseguidas por mi género, aun siendo insuficientes. Entiendo que las nuevas feministas, las jóvenes que se han echado a la calle y han parado, quieran que su enfado se vea. Y se ha visto. Más que otros años.

Sin embargo, lo que vi en la calle no lo veía en las páginas de mis dos periódicos. Entre los textos faltaba algo y sobraba mucho. Eran escasos los artículos de opinión firmados por mujeres. Excluyendo suplementos y magazines, el análisis -de cualquier cuestión- lo firmaban, en su gran mayoría, hombres. En el Expresso, de 25 columnistas, solo dos eran mujeres, el 8% de la opinión. En el caso de El País, dos mujeres columnistas de un total de 14, el 14,2%.

Así estaban las cosas el día después, dos días después del 8-M para ser precisa. La opinión sigue fuera de nuestras manos; el pensamiento de la mujer raramente es relevante, porque, no nos engañemos, para ser oídas y tratadas de forma igualitaria es importante ser escuchadas. Con atención. Y para eso -aunque nuestra presencia haya mejorado considerablemente- nos falta el prestigio que da ocupar los palcos socialmente importantes: en los medios de comunicación, en los primeros puestos de las listas electorales, en los consejos de administración, en los cargos de dirección ejecutiva, en los sindicatos, en las academias, en la cúpula de la Iglesia...

Las mujeres españolas han mostrado su enfado, la necesidad de cambiar las cosas. Lo han hecho masivamente. Las que han querido (no son todas) o podido; muchas no han conseguido abandonar sus trabajos o a sus familiares dependientes. Tras el día de enfado, hay que concretar, hay que poner la igualdad en las agendas de hombres y mujeres.

Se trata de legislar, quien tiene capacidad de hacerlo; de poner objetivos en las empresas públicas y privadas, y, por supuesto, en los medios de comunicación. Si no avanzamos con claridad, tras el aumento de las expectativas, crecerá el desengaño. Curiosamente, en Portugal, donde nadie hizo huelga, el Gobierno aprovechó el 8-M para aumentar la cuota mínima de mujeres en las listas electorales del 33% al 40% , además de prohibir que haya dos candidatos seguidos del mismo sexo.

Una razón que ayuda a explicar la histórica lentitud en conseguir la igualdad es, además de obvia, bien simple, incluso comprensible: una mujer más arriba, es un hombre más abajo. Y a los que mandan les da pereza, lástima, incluso les produce una cierta irritación, tener que decirles a otros hombres que hay una mujer (con talento, preparada, quizás mejor) para ese puesto.

No hay sitio para tanta gente. Pues habrá que turnarse y repartir esfuerzos. Compartir la paternidad, el cuidado de los ancianos y de la casa. Aceptar que un hombre no es, por principio, la mejor opción para un empleo. Nos sobran días de la mujer, y nos faltan, cada año, 365 jornadas con igualdad de salario y oportunidades.

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