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Café de Madrid
Columna
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Algunos pasos

Las formas de andar de los transeúntes despiertan la fascinación y la reflexión del autor

Ilustración de unos transeúntes.
Ilustración de unos transeúntes.Jorge F. Hernández

Me gustan las parejas que andan sincronizadas, esas que caminan como si se coreografiaran de memoria la sincronía de sus pasos y que incluso se detienen ante un escaparate para volver a sintonizar la travesía que han emprendido. He visto jóvenes enamorados que incluso bajo la lluvia parecen convertir sus piernas en metrónomo y proyectan la posibilidad de van felices o por lo menos eficientemente ágiles en una suerte de rompehielos contra el viento frío y la marea de gente que se atraviesa y de pronto se para en seco.

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No me gusta ver la gran cantidad de señores que caminan siempre por delante de las señoras que, al parecer, son sus parejas; las dejan cuatro o cinco pasos atrás y los hay que mantienen la conversación (por lo general, discusiones no exentas de hostilidad verbal) pero sin perder la delantera. Esos que van a su bola como si no vinieran acompañados sirven de metáfora para tanto descabellado proyecto de la vida donde el portavoz no es guía, sino anzuelo. Tampoco me gusta ver cuando una pandilla de cinco o seis abarca el ancho de las vías y caminan sincronizados pero a paso ganso, como documental en blanco y negro de un comando hierático que no niega el afán de arrasar a tantos que se quedan en Babia estorbando el flujo de las aceras y por lo mismo, me intrigan las parejas que zigzaguean entre el oleaje de la ahora más ancha Gran Vía: ejemplo de arteria que se ha vuelto estrecha en la medida en que se desparraman sus lonjas peatonales.

Sobre todo, me gusta ver a las ancianas que coordinan con el carrito de la compra el paseo consuetudinario que —en un ayer— recorrían acompañadas. Ya van solas, pero en realidad es como si mantuvieran con el rodar del carrito de liviandad anónima de una vida que fue de pareja; algunas hablan a solas con el fantasma que sigue arrastrando como vaho las pantuflas, el abriguito y la bufanda con la que fue visto la última vez que anduvo por la faz de la Tierra y ella sigue —de casa a la compra y de la compra a casa— con el mismo recorrido entrañable, deteniéndose en el escaparate de las fajas color carne, las batas floreadas y en la siguiente calle, la botica que ya es farmacia donde le miden la presión, como en gasolinera de barrio para garantizarle el regreso a la vida de siempre, la televisión como compañía y por lo menos una larga conversación telefónica por semana con quien sea. He sentido la tentación de seguirla hasta el portal de su casa y felicitarla por encarnar a tantas biografías que habitan el corazón de los demás, pero mejor me siento en las bancas que ofrecen tantas calles para saborear durante unos párrafos el placer de pensar en algunos pasos.

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