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Estar sin estar
Columna
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Voy vengo

Esta frase cobra un mexicanísimo sentido cada vez que revela su dicotomía, como quien justifica cualquier contradicción por ligera o grave que sea

La frase cobra un mexicanísimo sentido cada vez que revela su profunda dicotomía: voy y vengo, como quien dice no tardo o el ahorita que llevamos en la frente y voy vengo, como quien justifica cualquier contradicción por ligera o grave que esta sea. Así, el otrora paladín de la insurrección íntima se ostenta como guardián del orden establecido y la traviesa señora que llevaba una larga vida de abnegados engaños se cree de pronto liberalizada vocera de la integridad; lo mismo con el que se declaraba víctima de conspiraciones impalpables es ahora capaz de aliarse con sus antiguos fantasmas por poder y por joder o la damita que se decía víctima de un machista edípico y castrante vuelve a sus brazos por el bien de nadie y también el líder sindical que hizo fortuna con la pertinaz traición a los deudos de sus agremiados deja el exilio con el que evadió rendir sus cuentas y se perfila como resucitado apóstol de una alianza tan variopinta que incluye incluso a sus peores enemigos.

Voy vengo dice sin engaños el truhán que presume limpieza precisamente porque dice conocer el fondo de los fangos y viene de a dónde va quien no puede disimular la mentirita cotidiana, la falsedad funcional, el timo leve de hacer creer a los demás que lo inverificable e invisible, lo impalpable e inventado es precisamente veraz y creíble.

En ese sentido, voy vengo de una realidad muy cercana a la pura literatura, esa piel que llevamos tatuados los mexicanos en el incomprobable milagro de creer estar en dos lugares distantes al mismo tiempo u opinar conclusiones divergentes en una sola frase; voy vengo de un México donde la frase multiplica la posibilidad de cualquier acomodo, como quien dice no estoy donde me ves, no soy lo que crees o no digo lo que dije. Por lo mismo, en un país donde la expectativa laboral de un médico incluye la posibilidad de convertirse en taxista, voy vengo también podría ser la consigna que explique nuestra tradicional propensión a lo polifacético: el encargado de las finanzas de una institución se convierte sin reparos en experto de las más diversas perforaciones petroleras, el antiguo panadero cambia de vestuario y va acumulando méritos como policía de crucero y la mecanógrafa desempleada se asume como guía en una clínica de aromaterapia, donde sus dotes de taquígrafa quizá resuciten en el bello arte del masaje tailandés.

Con todo, la cultura del voy vengo encubre una verdad sospechosa: no es del todo errado suponer que quien pinta para autoritario lo ha de cumplir en menos de lo que canta un gallo y quienes asisten al baile con el único afán de embriagarse sin coreografía ni ritmo, seguirán en el reparto como patiños más o menos cómplices de la tragicomedia que nos envuelve. Quizá falta mencionar un innegable beneficio que transpira la frase: voy vengo es también un recurso infalible para salirse de las conversaciones necias, los encuentros desafortunados y las escenas indeseables. La próxima vez que alguien empiece a enredarse con verborreas irracionales, promociones huecas o teorías de rancia estupidez, hay que pronunciar ese mágico voy vengo, como quien busca con urgencia un baño.

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