Barcelona simbólica
"Una posible explicación para la notable baja en el turismo de Barcelona se debe a que hay delirios que se contagian", dice el autor
Una posible explicación para la notable baja en el turismo de Barcelona se debe a que hay delirios que se contagian. Quizá un porcentaje de los visitantes que han cancelado reservas en hoteles y restaurantes han optado por el plan esotérico que permite al viajero levitar entre las flores de las ramblas con sólo imaginarlo, cerrar los párpados o bien sincronizar su telefonillo inteligente con un dron a distancia. La brisa gélida del Ampurdán y el remanso hipnótico del Mediterráneo ondean los flecos de toda melena advenediza y, con la ayuda de algún tarot rumano, es posible incluso hartarse de fuet y butifarra cuya amenaza calórica sea también meramente simbólica.
Imagine usted el recorrido de la Sagrada Familia de Gaudí sin filas de espera, con libre oscilación entre sus torres, misa virtual y rapidita, con opción a visitar la tienda como holograma que paga en bitcoins; a media mañana, una oscilación por el Museo Picasso y recorrido simbólico por el Barrio Gótico, quizá con el estorbo de alguna legión de compañeros turistas asiáticos que también decidan simbolizarse a la misma hora por esos callejones entrañables y se sugiere entonces una bacanal imaginaria en algún templo gastronómico de La Barceloneta para luego degustar ensaimadas con sobrasada en un simbólico homenaje a Mallorca. Recuerden que este tipo de demencia permite asumir que toda propina no es más que gestual, así como todo esfuerzo se vuelve virtual y casi imaginario sin precisar mayor consenso.
Empodérese Usted con las raras virtudes de la presencia simbólica y será más veloz que el AVE en su paso por Lleida, con el consiguiente aligeramiento de su peso corporal en una suerte de liposucción impalpable que le permitirá deambular por el Parque Güell sin cansancio para luego asumir el Tibidabo en volandas. Ya puestos en la dimensión del ensueño, el turismo simbólico ofrece el don de lenguas permitiendo al viajero parlar en francés belga, masticando medio inglés y evitando el idioma español o lengua castellana que puede resultar demasiado terrenal o racional para esta onda psicodélica de correr por ambos sentidos de la Diagonal y jugar a las escondidillas en los chaflanes o esquinas ochavadas del Ensanche sin moverse de la cómoda poltrona de una casona alquilada en Bruselas o en el escenario recreado de una histórica derrota donde por obra y gracia de la cualidad simbólica cualquiera se disfraza de guitarrista del extinto grupo Abba cantando su éxito Waterloo o bien se reduce en estatura, se acomoda el fleco bajo el bicornio (casi de torero goyesco) y contempla en el espejo la cara fiel de una locura con la mano anidada entre los botones de la pechera desde la simbólica altura de una pequeñez imperial que cree que todo se puede gobernar por poder.
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