No me apunto al pim pam pum
Un poco de nobleza de espíritu no le iría mal al ejercicio del periodismo político a nuestro país
Una de las cuestiones que me planteo cuando escribo sobre la grave situación política en Cataluña (que también es la grave situación política de España, aunque el señor Mariano Rajoy no atine a verlo), es el tono que emplearé a la hora de expresar mi desacuerdo con el procés. Me preocupan las palabras que utilizaré, los recursos retóricos que me permitan ser claro, sin ambages. (Por ejemplo, en las circunstancias socio-políticas actuales que vivimos en Cataluña, no es fácil emitir una opinión sin ambages, dada la vertiginosa mutación a que es sometido el procés, haciendo tan arduo su lectura).
No crea el lector que es cuestión baladí ésta que planteo. Por lo menos no lo es para mí. En realidad de lo que estoy hablando es de cómo organizaré un discurso que sea lo menos lesivo posible para las personas que encabezan el procés, teniendo en cuenta que esas personas, aunque encarnen situaciones complicadas, innecesarias a nuestro entender, salidas y soluciones políticas de alto riesgo para la convivencia, incluso de alto riesgo para ellos mismos (cárcel, fuga, inhabilitación, autodesmarque político, etc.), merecen nuestro respeto, sin mermar nunca nuestra radical oposición a sus estrategias, pero siempre con nuestro respeto.
En estos últimos tiempo he podido comprobar, con tristeza, el pim pam pum en que se ha convertido el procés en manos de periodistas, opinadores y columnistas, incluso algunos de prestigio, que no han tenido ni un prurito de prudencia y contención a la hora de enfilar sus improperios, sarcasmos gratuitos, socarronería. El contencioso Cataluña-España, en su faz más descarnada, apenas sirve para dar pistas para un posible acuerdo político, y sólo termina convirtiéndose en la oportunidad de mostrar el lado más repulsivo de la contienda ideológica, sin atender nunca al intercambio dialéctico y sí subrayar una oportunidad de oro para apuntarse al carro del "a por ellos" periodístico.
En otros casos, en gente que me merece el máximo respeto, encuentro muy poco disimulada el pronunciado enojo que le produce ciertas decisiones, como por ejemplo, proclamar unilateralmente en el aire una república, porque para bajar el precio de la vivienda o combatir la desigualdad social (y salarial), solo hacen falta leyes que se promulguen o las que se promulgan no las tumbe el TC. O no convocar elecciones el 27 de octubre. Y sin embargo, esta decisión, de devastadoras consecuencias (y no sé hasta qué punto irreversibles, en la medida en que ha permitido abrir la veda para volver a aplicar esa espada de Damocles llamada 155 cuando al PP le venga siempre en ganas), no debería relegar la templanza de razonamiento en beneficio de una ira que, aunque justificada, nunca pasará de ser un arranque estéril.
Así que en éstas estoy. En buscar la manera de no ofender a quienes es probable que nos hayan ofendido tomando decisiones sin contar con nuestra opinión en las urnas. Y pensándolo bien, no me parece que sea tan difícil dejar el encono y suplantarlo por el razonamiento. Por ejemplo, escucho a una presentadora de una televisión que confiesa que es muy feliz viendo cómo los Jordis están en prisión, y agrega enardecida que lo sería mucho más si estuviera todo el Govern encarcelado.
Decía Sócrates que la justicia es un bien y que sólo siendo justo se puede ser feliz. Entonces, ¿no se es menos feliz viendo cómo se imparte injusticia a tu alrededor, en lugar de justicia? Estos días he terminado de leer un libro que recomiendo. Se trata de Nobleza de espíritu, una idea olvidada, del pensador holandés Rob Riemen (Taurus, 2017). El concepto de nobleza de espíritu se encuentra en la propia obra de Thomas Mann y en Walt Whitman. Una idea algo aristocrática, cierto, pero imprescindible para salvar de la barbarie la dignidad humana. El sábado pasado tuve que elegir entre Preguntes Freqüents, en TV3, y los premios Goya en TVE. Como el domingo anterior, en los premios Gaudí, tuve el privilegio de degustar las sensatas palabras de Mercedes Sampietro ("El franquismo fue la verdadera dictadura"), confié que en los Goya me encontraría con algo parecido. Y lo encontré en las palabras de Marisa Paredes.("En mi discurso del 2003, protesté contra la guerra de Irak. Hoy lo volvería a hacer"). Si las palabras que empleamos no están imbuidas de nobleza de espíritu, es decir, respeto, sutileza, valores, inteligencia analítica, para qué usarlas, además de asegurarse, quien las usa, un lugar en las páginas de opinión.
J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.
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