La fatiga del o sí o sí
Entre los votantes independentistas la ilusión se repliega y va imponiéndose la percepción de que la unilateralidad es un imposible
El hecho de que en el independentismo —tan agrietado y contrapuesto— nadie diga por ahora que el emperador Puigdemont está desnudo no impide que los síntomas de la fatiga post-procésse evidencien en todas y cada una de las franjas de su electorado, salvo en la decreciente CUP. Entre los votantes independentistas la ilusión se repliega y va imponiéndose la percepción de que la unilateralidad es un imposible. A la espera, posiblemente, de que sea el Tribunal Constitucional quien ponga coto a Carles Puigdemont, la refriega entre sus fieles de Junts per Catalunya, la Convergència residual —menguada por el caso Palau— y ERC crece sordamente, con altísimo riesgo de electrocución. Al final, desde Bruselas, Puigdemont pudiera conseguir, a contracorriente de lo que propone su creciente perturbación política, que el agotamiento del espejismo unilateral obtenga la certificación de una fatiga que merma las energías de la sociedad, turba el equilibrio institucional, divide a la sociedad, bloquea la alternancia y afecta hondamente a las dinámicas económicas.
Dos versiones del momento político van sedimentando, en la medida en que en los procesos de fatiga puede haber transiciones abruptas y sorpresas de toda naturaleza: de una parte, existe una posición catastrofista por la cual lo más probable sería una aglomeración de la violencia en los sectores del independentismo más radical que obligaría a Rajoy a pactar casi a ciegas una salida al problema. Esta es una versión que equipara el monopolio de la violencia que le corresponde al Estado con la agitación callejera, no siempre cuantificable, indicativa tal vez pero no representativa. Es más: el atractivo de la agitación secesionista va a menos. Esta versión más bien apocalíptica, incomprensiblemente, ignora la consistencia de un Estado al que el terror de ETA no pudo quebrar.
De otra parte, hay quien sopesa la posibilidad de que el entorno de la ANC y Òmnium —por ejemplo— siga perdiendo capacidad de agitación, en la medida en que la tendencia más manifiesta es la fatiga que ya viene provocando la táctica extrema del todo o nada. En este caso, veríamos como el posibilismo —dentro de las coordenadas secesionistas— va ocupando el lugar del maximalismo. Es decir: mismos personajes, distinto tacticismo, otro tempo. Para ERC, existe la posibilidad de agregarse poder tanto en la Generalitat como en las futuras elecciones municipales, a pesar de que sus cálculos para un sorpasso a Puigdemont fallaron. Pero Puigdemont se ha instalado en una virtualidad primitiva, asistida por el conglomerado de su lista —Junts per Catalunya— ostensiblemente enfrentada al PDeCAT. Solo hace falta que entre los independentistas con mayor capacidad de realismo político se reconozca que el expresidente está desnudo. Todo depende de imprevistos que a veces son grotescamente anecdóticos como cuando Puigdemont pudo convocar elecciones y, por temor a alguna protesta nacionalpopulista en la calle y en Twitter, no lo hizo, llevando así a la propuesta de Mariano Rajoy al Senado, la aprobación del 155 y la convocatoria casi inmediata de unas elecciones autonómicas que, aún siendo obra del Estado invasor, fueron aceptadas por el independentismo al presentar sus candidaturas y acceder a la constitución del nuevo parlamento de Cataluña. Como resultado, C's fue el partido que obtuvo más votos mientras que el independentismo —al menos en apariencia, dadas sus tensiones— tenía una mayoría clara en escaños. Ahora incluso puede darse que cualquiera sea presidente de la Generalitat por una carambola similar a la que hizo presidente al casi desconocido Puigdemont cuando la CUP quiso eliminar a Mas. Ha habido tanta imprudencia política en la iniciativa separatista que hoy por hoy uno no sabe si decantarse por el optimismo o el pesimismo, porque ni tan siquiera se dan los condimentos mínimos prospecciones para intentar el análisis realista.
La paradoja sigue siendo aparatosa: quienes proclamaron la república catalana confían ahora que el Tribunal Constitucional imposibilite la investidura telemática de quien lideró aquella proclamación. Eso haría plausible que ERC obtenga una gran cuota de poder, como demuestra el actual enfrentamiento, obsceno desde el punto de vista de una radiotelevisión pública, por el control de TV3 y Catalunya Ràdio, en prosecución de un agravio brutal a lo que en las sociedades avanzadas se entiende como pluralismo crítico. Mientras tanto el deterioro de la economía no cesa. Si la fatiga acabase por convertirse en estructural, el futuro de Cataluña sería una incógnita de caca vez más pesarosa, más bien sombría.
Valentí Puig es escritor.
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