Potaje casero con estrellas Michelin
La seductora elegancia de Carla Bruni embriaga un Palau lleno
En raras ocasiones el hall del Palau de la Música hierve de excitación antes de que comience un concierto. Anoche la ocasión parecía merecérselo entre abrigos de marca señorial y tejanos de diseño, dos mundos distantes (o, tal vez, no tanto) dándose efusivos abrazos entre sonrisas aunque la pregunta más generalizada no era sobre la protagonista del evento sino sobre su cónyuge: ¿Ha venido Sarkozy? La respuesta negativa generaba curiosamente alguna que otra decepción pronto olvidada ante la duda de si era más interesante el selfie con el póster de Carla Bruni o con la escalinata de Domènech i Montaner.
En el interior ya no cabían dudas: todos los móviles apuntaban al escenario. Carla Bruni centraba todas las miradas con un saber estar sobre la tarima tan sofisticado y elegante como cercano. Y es esa cercanía, que no parece impostada, la que enamora. Su forma de tratar el espectáculo como si no estuviera sucediendo nada especial, con absoluta naturalidad, es la que lo convierte en un acontecimiento. Mucho más que su voz que cuando susurra puede llegar a estremecer pero que al cantar de verdad o dejarse llevar por el ritmo se queda algo corta.
Carla Bruni no se mostró como una gran cantante en el Palau pero su voz enganchó al público que llenaba el local con un savoir faire recalcitrante que le permitió empalmar sin rubor viejas melodías francesas o italianas con temas de ABBA, Henry Mancini o AC/DC. Lo que en cualquier otro contexto hubiera sido un incomestible potaje casero, servido por la Bruni parece un manjar de varias estrellas Michelin. A eso se le llama poderío escénico ejecutado, además sin ningún efecto artificioso. Cuatro buenos músicos, un adecuado juego de luces y Bruni susurrando versos de amor y desengaño, desgañitándose (poco, claro) con un sorprendente Highway to hell (¡Carla Bruni en el infierno! ¡Increíble! Seguro que muchos asistentes si hubieran conocido la canción se habrían escandalizado, como mínimo un poco) o travistiendo el Miss You de los Rolling Stones en inocua rumbita encumbrada con las palmas de muchos de los presentes (eso sí: nadie salió a bailar por los pasillos como la ocasión demandaba).
Bruni ejerció de diva, solo habló en inglés, se cambió la chaqueta un par de veces, siempre respetando las tonalidades oscuras, cantó en inglés, francés e italiano. Se paseó entre la platea y hasta demostró sus dotes como silbadora en el alegre Le plus beau du quartier.
Concierto corto pero intenso. Unos setenta minutos que se completaron con un par de bises de gran calado: Le garçon triste, de la quebequesa Isabelle Boulay (un nombre que deberíamos descubrir por aquí de una vez por todas) y la apabullante Hallellujah de Leonard Cohen servida a un ritmo algo acelerado pero aun emotivo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.