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Ni la primera ni la última dama

El morbo por la visita de la actriz y modelo escondía a una vocalista imprecisa e irregular, pero nada exenta de encanto

Carla Bruni durante el concierto en el Teatro Nuevo Apolo de Madrid.
Carla Bruni durante el concierto en el Teatro Nuevo Apolo de Madrid. Emilio Naranjo (EFE)

Algo trasciende con mucho al fenómeno meramente musical cuando hay más fotógrafos apostados a las puertas del teatro que frente al escenario. Y sí, a estas alturas parece evidente que Carla Bruni no llama la atención solo por sus lanzamientos discográficos, ni siquiera por ese reciente French touch, que este miércoles le sirvió en el Teatro Nuevo Apolo como excusa para debutar ante el público madrileño. Nombres ilustres poblaban la platea, desde Almodóvar a la izquierda a José María Aznar, Ana Botella y el marido de la intérprete Nicholas Sarkozy en el flanco derecho, descrito sea todo desde un punto de vista espacial. Puede que ninguno de ellos estuviera tan interesado de no confluir en Bruni sus condiciones previas de actriz y modelo, y la sobrevenida como Primera Dama en el Elíseo francés entre 2008 y 2012. Porque pareció evidente durante la velada que no nos encontrábamos ante la primera dama de la canción ni de la chanson.

Cuidado, a Carla no le faltan encanto personal, carisma ni savoir faire. Hay tablas, una voz bonita, el suficiente desparpajo para morirse de la risa al descubrir que a su precioso nuevo chaleco rojo no le había quitado la etiqueta. Y hasta zalamerías tan hábiles como transformar el final de Dolce Francia en un Dolce España, por aquello de enardecer el espíritu nacional. Funcionó el guiño, claro, igual que su promesa de mujer trilingüe: "La próxima volta hablaré español".

Otra cosa es que la propuesta musical mantenga siempre esa misma capacidad de seducción. Bruni se mostró vaga e imprecisa en la afinación, al menos en el primer tercio del recital y en la franja alta de la tesitura. Y su repertorio también admite reparos: irregular en su reciente apuesta por las versiones anglófonas y a ratos demasiado ligero e irrelevante cuando retornaba al redil de la francofonía.

Por supuesto, tiene su guasa escuchar a una mujer de tanta alcurnia hincándole el diente a The Clash (Jimmy Jazz) y bromeando ella misma, Solán de Cabras en mano, sobre la ausencia de cerveza en el escenario. O que sus referencias melómanas abarquen el espectro desde Abba (brillante la lectura de The winner takes it all) a AC/DC, con un Highway to hell más bien cómico (transformar el rock duro en swing empieza a ser una afición demasiado extendida). También hay cinefilia: mejor emulando a Rita Hayworth (Please don't kiss me) que a Audrey Hepburn, a la vista del aire tímido e impreciso con el que brotó Moon river.

En realidad, puede que esta hermosa mujer de 50 diciembres sea la primera perjudicada por las dimensiones extramusicales de su espectáculo, que empezó torpe y fue ganando empaque, encanto y hasta ironía: "Espero que no os importen las canciones de amor..., porque todo lo que tengo son canciones de amor".

Es curioso que sus mayores resbalones tengan lugar con los títulos más añejos, Love letters (Ketty Lester) y una muy desdichada lectura de Crazy (Patsy Cline), con unas congas iniciales muy ridículas y tiñendo de frivolidad lo que debería haber sido desolación. Pero a Perfect day (Lou Reed) ha sabido acentuarle su condición de vals, lo que, acordeón mediante, completa el viaje desde Nueva York a París. Y al pícaro de Mick Jagger le habrá divertido comprobar que su tórrido y discotequero Miss you puede entenderse en clave de rumbita ligera. No es Carla ninguna primera dama, pero tampoco la última: no la enjuiciemos solo como la antigua moradora de un palacio presidencial.

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