Música con efectos especiales
El jovencísimo compositor y director rinde tributo a John Williams en una velada familiar y condescendiente
Hay opiniones encontradas en torno a Lucas Vidal, sobre todo porque en este país tendemos a carraspear, en vez de enorgullecernos, si un chaval de 33 años hace fortuna por medio mundo con los únicos salvoconductos de su talento y desparpajo. Entre los detractores no faltan incluso los compañeros de oficio, directores y compositores del ámbito audiovisual que, pocos y no muy bien avenidos, ven en Vidal a un arribista con más dominio de la mercadotecnia que auténtica sustancia. Y es tan injusta esta visión simplista, o rencorosa, como que el paso del madrileño por el Teatro Real de este sábado le otorgará más notoriedad que galones. Porque dirigir una selección de bandas sonoras de John Williams -y hacerlo por el carril central, sin filos ni riesgos- equivale a incurrir en todos los tópicos posibles sobre la divulgación de la música sinfónica.
Williams podría ser el autor del siglo XX al que más hemos escuchado, sea motu proprio o por nuestra mera condición de habitantes no eremitas del planeta, dadas sus incontables bandas sonoras para algunos de los largometrajes más universales de cinco décadas a esta parte. Vidal no quiso correr ningún riesgo y escogió todas las ineludibles, aunque hayamos escuchado La guerra de las galaxias, Parque jurásico, E.T. o Tiburón hasta la extenuación, por no recurrir a un referente más escatológico.
La recién estrenada Orquesta Discoplay supone una alegría como recuperación de una marca adorable entre cualquier melómano por encima de los cuarenta. Pero las imágenes en pantalla gigante de las películas acentúan el componente subsidiario de la música, sometida en el caso de Williams a todos los tics enfáticos de Hollywood.
La pompa de los metales, esos ritardando o tutti de libro hacen de Williams un músico con tantos efectos especiales como los filmes a los que sirve y se pliega. Y, en el contexto familiar, efectista y festivo de un 6 de enero Lucas Vidal transige con añadiduras tan atractivas como solo visuales y desprovistas de significado musical, desde una estupenda artista de arena (Didi Rodan) al siempre cotizado ilusionista Jorge Blass, que protagonizó un momento particularmente hilarante con un espectador de cuatro añitos. La excepción fue la conmovedora La lista de Schindler, con la violinista Leticia Moreno como solista invitada. Con una partitura de ese calado sí que podemos pensar en Williams como un gran clásico del siglo XX.
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