Un cadáver en la cocina
Allí mismo se decidían oportunidades y parte del futuro, entre cócteles y comilonas, con pocas gentes cómplices, susurrando, trazando rayas y colores de proyectos, solares, planes de urbanismo y protección.
Donde unos pocos, los mismos, se repartían a manteles el mapa de los negocios, el suelo de las islas, un hombre mayor vestido de negro murió, sufrió un ataque fulminante, en las cocinas de un restaurante de antigua gloria de un hotel histórico del Paseo Marítimo de Palma.
El suceso, un choque dramático para él y su entorno, pasó casi en multitud, entre prisas, ruido de platos y camareros, fuegos, humos y ollas. El protagonista involuntario era el dueño, el director de la factoría de atención gastronómica que marcó época y oficio.
Allí mismo se decidían oportunidades y parte del futuro, entre cócteles y comilonas, con pocas gentes cómplices, susurrando, trazando rayas y colores de proyectos, solares, planes de urbanismo y protección.
El óbito -fugaz accidente vascular sin remedio- ocurrió al lado de los estibados salones comedor del local que aquella persona, ya un cuerpo extendido en el suelo, levantó desde la nada tras peripecias diversas. Era servicial casi servil con los señores del poder, cercano a todos los clientes; siempre atento. Daba comidas decentes, servía muchas bodas y, sobre todo, festejos oficiales.
Entre comidas de homenaje y menú habitual nunca faltaron el cóctel de gambas, arroz paella, pescado a la sal o entrecot. A veces, entre mesas y copas, rodaba una mesa de cocina en la que los camareros hacia 'steak tartare' o 'bananas famblé'. Miquel Calent en IB3 pasa por la comida reciente por el tamiz de la cultura popular.
Era frecuente ver a solitarios ejecutivos viajeros foráneos, huéspedes de hoteles cercanos que se exhibían y desdibujaban su vida a aburridas compañías de ocasión.
El hoy anónimo restaurador terminó tendido en el escenario de su vida, de golpe, en la brecha. Tuvo una muerte súbita, ‘facil’ (?) de ‘bòtil’, -un garrafa de vidrio- según detallan los viejos de pueblo en su código de imágenes.
Aquella noche de autos había atendido con gran cortesía a una de las primeras autoridades isleñas que como tantos días presidía cenas oficiales y de partido; también, en petit comité, a dos manos, tomaba el pulso y el porcentaje a los movimientos urbanísticos. Era cliente de referencia y protegida. Poco tiempo después del hecho el personaje político acabó en la cárcel, como otros habituales del restaurante al que también iban militares, jueces, fiscales, policías y guardias civiles. Media Mallorca había acudido a fiestas allí. Estaba en el paisaje del sistema.
Un restaurante estibado y un cadáver en la cocina es un episodio imprevisto, un guión no ensayado, aunque tiempo atrás se habían grabado películas. Más allá de la cocina nadie se enteró del caso. El médico de urgencias entró por la parte trasera de la cocina y certificó el fin y se esperó dos horas al juez para levantar el cuerpo.
El hijo del propietario, deshecho, profesional decidió no parar el trajín de platos en la cocina ni dejar de servir las cenas. Su padre haría igual. “No ha pasado nada porque no han visto nada”. Cubrió el cuerpo con dos manteles blancos y la rutina siguió casi sigilosa. El heredero susurró el secreto y su calma a la autoridad de la fiesta.
Y el viejo excamarero-maitre-dueño del restaurante halló su túmulo junto al fuego y el frío que hicieron su ya raquítica fortuna. Todo es memoria callada, la piel de las islas arrastrada sobre el tapete de la mesa de juego.
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