Una campaña surrealista
Hay poco espacio para un debate que recupere al gran ausente: la cuestión económica y social, la dinámica derecha-izquierda
La manifestación de Bruselas confirma el carácter surrealista de la campaña electoral catalana. La expresión es de Le Monde y refleja bien unas elecciones que emanan de un estallido de máxima tensión de un conflicto construido sobre desencuentros bien anclados en los inconscientes colectivos. Si los dos primeros días de campaña tuvieron su epicentro en Madrid, en el Tribunal Supremo, el tercer día el foco de atención se desplazó a Bruselas. Nada que se parezca a la normalidad que tanto le gusta evocar al presidente Rajoy. En política democrática la normalidad la definen las reglas del juego compartidas y es evidente que en este caso venimos de una quiebra de este espacio de reconocimiento mutuo.
Cada día que pasa es más evidente que el quebranto psicológico de Puigdemont, que le hizo desistir de convocar elecciones el jueves 26 de octubre, fue la última oportunidad de enderezar el camino. Era ciertamente la asunción de que el soberanismo había alcanzado el máximo que sus fuerzas permitían. Pero la primera virtud del político es saber hasta dónde puede llegar sin poner a su proyecto en riesgo de descalabro. Y anticiparse para que otros no le roben la iniciativa. Lo que Puigdemont no quiso reconocer convocando elecciones lo hizo evidente el principio de realidad cuando la declaración unilateral de independencia se esfumó al instante de ser pronunciada. Y entró en marcha el aparato coercitivo del Estado. Y con él la dinámica surrealista en la que estamos: con unas elecciones convocadas por procedimiento de excepción, en medio de un encadenado de acciones políticas y judiciales. Nada que augure que el día después se entre en el espacio de lo razonable, entendiendo como tal la reconstrucción de la convivencia por una vía que no sea la derrota y humillación de una parte, que tantas voces mediáticas y políticas consideran exigible.
La masiva manifestación de Bruselas deja testimonio de la fortaleza del movimiento independentista que, en tiempos en que el pensamiento ilusorio va por barrios, algunos han dado tantas veces por derrotado. La campaña sale del territorio catalán y configura un espacio triangular incorporando dos vértices: Madrid y Bruselas. Es la expresión de una fantasía del soberanismo: una articulación política que abra vías directas de relación con Bruselas sin pasar por Madrid. Actos como el del jueves, además de testificar el carácter irregular de estas elecciones con un presidente huido del país y unos candidatos en la cárcel, simplifican la campaña de los soberanistas: convirtiendo las elecciones en una afirmación frente a la respuesta de las instituciones españolas; cargan de subjetividad la decisión del votante, pero permiten pasar de puntillas sobre los desencuentros entre los partidos del bloque soberanista; y dejan en segundo plano la presentación de un programa: cómo reemprender el camino después de haberse estrellado contra el muro del Estado. Todo parece indicar que este escenario beneficia de momento a Puigdemont, que viene recortando distancias con Junqueras, pero ¿a la hora de ejercer un voto tan emocional, qué podrá más: la fabulación de un exilio o la realidad de la cárcel?
La campaña surrealista deja poco espacio para un debate que recupere al gran ausente: la cuestión económica y social, la dinámica derecha-izquierda. Aunque el constitucionalismo está escorado a la derecha y el soberanismo a la izquierda, hay diversidad de posiciones en ambos lados. No deja de ser irónico que desplazado el eje referencial a lo identitario, la vieja izquierda—el PSC hoy llamado Iceta— y la nueva —los comunes— se disputen la centralidad. Y es sintomático que Inés Arrimadas y Marta Rovira demostraran ante Jordi Évole que no estaban al caso de las cifras de paro. Se olvida con demasiada facilidad que esta entelequia llamada patria surge de un espacio formado por ciudadanos.
Quedan 10 días que prometen más agravios que programas. Nos cansaremos de oír afirmaciones preformativas para el día después que la realidad pondrá en evidencia. Dice Dolores de Cospedal que estas elecciones han sido convocadas para que ganen los constitucionalistas. ¿Y si no lo consiguen? ¿No valen? Más allá de las fantasías y deseos de cada uno hay que contemplar una alta probabilidad de que las urnas nos devuelvan a la normal anormalidad catalana. En todo caso, habrá que dar vacaciones al pensamiento ilusorio: ni ruptura unilateral ni derrota del soberanismo por aplastamiento legal. Se barrunta difícil convertir el surrealismo de campaña en arte del reconocimiento mutuo.
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