Comer en otoño, más hojas y raíces
Se acaban el ‘trempó’, el ‘tumbet’, los pimientos asados, los grandes y pequeños pescados
En el tiempo lento, en la mesa, no siempre conviene el dominio lo áspero, ácido, fuerte, oscuro y terroso. Sucedía en las comidas comunes de los días más cortos y los cielos a veces más limpios y a menudo ventosos.
Cuando comienza el frío y la oscuridad domina, con el otoño precipitado hacia el invierno, parece que toca que la mesa sea más austera de color, tenga contundencia mineral y vaya más cargada de sabor y substancia, tal vez.
Se acabó el trempó de los tomates ciertos, el pimiento rubio perfumado y las cebollas blancas dulces; adiós al tumbet, las berenjenas rellenas, los pimientos asados, grandes y pequeños pescados. Pero llega el aceite nuevo, las aceitunas trencades (partidas, rotas) productos que no desdicen el perfil del sabor y perfumes entre tormentas, el bollit (cocido), y las sopas, los guisos de legumbres.
En la naturaleza cercana, cultivada (sin cuevas o cáscaras de plástico protector), es tiempo de pocas alegrías frutales y de hortalizas de colorines y verdes rotos.
La tierra calla y los árboles se duermen o mueren de pie. Nada de lo que se ve es demasiado amable o comestible, excepto los ultimísimos caquis olvidados en el incendio de las hojas y los membrillos que perduran.
Hay algunos frutos duros del bosque (las bellotas eran reliquia en el Dijous Bo de Inca para media isla). Son voz arcaica las añadas mínimas de arbolitos marginales: nesples, atzeroles, murtrons. Si ha llovido cuando debe y la noche no hiela se insinúan en los secretos del bosque, en la piel virgen del país ocultó los esclatassangs, bolets, girgoles, picornells, también con su eco profundo.
El huerto doméstico, el campo que se obra parece moribundo, ausente de producción, aunque la calor tardía y la no-lluvia alargaron la temporada y resistieron al olvido algunas berenjenas nostrades —negras, moradas que no de betún o charol, externas, forasteras, que significa de fuera Mallorca. Hay buena cosecha de granadas y calabazas, antagónicas pero estimadas especialmente por nuestros vecinos árabes y por ello su eclosión en mercados y cultivos.
El paisaje en el que correspondía que naciera la materia de las comidas de raíz, a ras de suelo y al vuelo de los árboles, donde pastaban los mamíferos dirigidos a la carnicería, ahora es una sucesión de planos grises de hierba corta, solitarios parajes de ausencias.
Muy pocos campos son labrados y en algunos se han visto hoyos abiertos para sembrar higueras. Demasiados árboles desvanecidos, desmayados y así multitud de ámbitos agrícolas se convierten en selva, el monte bajo que retorna allí donde estaba, en su país pretérito, pre-moderno, no poblado, colonizando paradójicamente.
En la vida breve del otoño, los parajes con propiedad marcada por muros de piedras, las pocas plantas que producen algo comestible se defienden de los golpes de frío, los vientos y las heladas.
Los vegetales deben lamentar las pocas horas de sol alto, por eso casi no salen flores ni cuajan frutas, las plantas que no duermen prefiere hacer raíces, buscar la sazón y fuerza tierra adentro, para aguantar, inflar las bulbos, los tubérculos y extender hojas.
Así sucede, es el tiempo de rábanos, coles, acelgas, espinacas, lechugas, ajos, apio, nabos, cebollinos por ser cebollas, coliflor o piñas de col, —esta hermosa nota del lenguaje local conservado en las islas Pitiüses—, patatas , boniatos, hinojo.
Algo o todo junto, despedazado, ordenado y poco cocido son sopas secas, por ejemplo o fritos diversos. Verduras, con huesos salados o con tajadas de carne y / o con compañía de garbanzos, bien cocinados como en s’Estanc Vell de Vilafranca; sopas de pescado en abstracción y filigrana en el top de can Santi Taura de Lloseta; o lo correcto “de siempre” en el celler clásico ordenado de can Ripoll de Inca; lo antiguo surge rompedor en el Cuit de Miquel Calent que predica la sencillez como Taura en la tele.
Es tiempo de hojas y raíces, crecer austero y hacia abajo. Esta observación tan simple sobre las añadas escasas de la primavera de invierno, una ecuación verbal de una obviedad. La dijo por la radio un hortelano, un campesino mallorquín y de mercado, en la ronda que hace Rafel Gallego, en al Día en IB3, donde interroga a los cocineros de las redes en el mercado, de compra, Pep del Bri y Marga Coll de Miceli. Las Tonetas de Caimari con su huerto hibernando.
La mesa rueda con los giros y mudanzas reales del tiempo y el entorno que conllevan las estaciones, el calendario memorial agrícola, el parenostic del foravila moderno de Sa Plaça. La ignorancia sobre el porqué de muchas cosas por parte de nosotros los urbanitas ciudadanos deviene oceánica.
La expresión simple de la realidad, “ahora las plantas sólo hacen raíz y hojas” es gracia de los agricultores listos, de la Mallorca profunda, que no es la reserva primitiva de los payeses medieval, indígenas y de tipos atávicos, folclóricos, sino el territorio sin geografía concreta de quienes tienen el reloj en los detalles de los hechos y el relato aprendido de los viejos, con sus manos arando, sembrando, cosechando, dudando, esperando.
Algunos mallorquines, isleños, observan a los últimos profundos, que no son mejores ni peores, son los habitantes de un país privado, su casa y sus mesas buscadas, donde suelen comer las cosas que corresponden y son verdad, producción sin artificio ni engaño de pertenencia y origen.
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