Con Louise, a 25 bajo cero
Regreso a una congelada madrugada en el Kazajistán de 1997 a rebufo de la reportera Bryant y su 'Sis mesos rojos a Rússia'
No quería tocarme las orejas: seguro que se me rompían. Las intuía de cristal, como unas diminutas figurillas chinas petrificadas en sus gestos no recuerdo por cuál mágica leyenda y que mi tía me mostraba, frágiles entre algodones, sin sacarlas de la caja cuarteada: ahí un dragón; más a la izquierda, un unicornio… ¡No toques! Ya serían para mí de mayor, me consolaba al cerrarla. Pues eso, mis orejas de liviano cristal. O así las sentía a 31 grados bajo cero, en plena madrugada de primeros de diciembre de1997, en el mítico cosmódromo de Baikonur (Kazajistán) que vio partir el Sputnik y la Vostok-1 con Yuri Gagarin. Qué hacía yo ahí, como de pequeño contemplando embelesado las figurillas, responde a los tiempos antes del eschaton, de cuando no era un ronin del periodismo ni de la vida, un recuerdo o una explicación de paso del tiempo que ni quiero darme ya a mí mismo ahora.
Louise Bryant tiene la culpa del doble flashback. La encontré por azar, en la coqueta y próxima a una crisis de crecimiento feria LiberisLiber en Besalú. En el único tenderete al que pude prestar dos minutos de atención me topé incrédulo con su Sis mesos rojos a Rússia (Tigre de paper), en la que yo sepa única traducción en España de su libro de 1918. Predestinación. La pizpireta y comprometida reportera estadounidense, compañera del legendario John Reed del seminal Diez días que sacudieron el mundo (flamante nueva traducción y por vez primera, gracias a Fernando Vicente, ilustrada en Capitán Swing / Nórdica), estaba a 25 grados bajo cero como estalactítico testimonio del desigual enfrentamiento entre los cosacos y un espontáneo ejército del pueblo: hombres, mujeres, niños. Cargados de instrumentos anticuados para la lucha, a veces apenas una pala, “no conocían el significado de la derrota. Cuando una línea caía, otra tomaba su lugar. Las mujeres corrían directamente al fuego sin armas. Verlas impresionaba: eran como los animales que protegían sus crías (…). Los cosacos parecían ser supersticiosos ante ese hecho. Empezaron a retirarse. La retirada se convirtió en una fuga desordenada. Abandonaron su artillería, sus caballos…”, relata Bryant el choque en las calles de la revolucionaria y congelada Petrogrado.
También hace esos 25 bajo cero, dice, pocos días después, en Moscú, durante el funeral de 500 revolucionarios caídos, cavada de madrugada la zanja a pico y pala rompiendo el hielo alrededor de los muros del Kremlin, los féretros de madera basta pintarrajeados de rojo sangre, llantos de familiares que contrastarán al poco en la memoria de la reportera con las sonrisas en la opípara cena en casa de una familia de empresarios rusos: antes quemarían sus zapatos y ropa sobrantes que entregarlos a los jóvenes en el frente como pedía el llamamiento del Soviet de Moscú. ¡Al proletariado, qué asco! Mejor la invasión alemana y el káiser que los desarrapados.
“No soy más que una mensajera que deja las notas delante vuestro” de “lo que hubieseis visto si me hubierais acompañado”, escribe. Bueno. Bryant (difícil sacudirse el rostro de Diane Keaton, pañuelo en la cabeza, de Rojos, con Warren Beatty como Reed) es claramente provolchevique y no tiene la voluntad notarial ni el gracejo literario de Reed, pero presta más atención al factor humano y está atenta al detalle íntimo que, en su intuitivo pulular, capta en cualquier parte porque, como aquél, está donde hay que estar. Y mira con tino: tiendas con apenas comida para tres días aún junto a otras especializadas en lujosos collares para perros o floristerías rebosantes de orquídeas. Ve in situ la evacuación de obras de arte del Hermitage hacia Moscú pudiendo desmentir así el supuesto saqueo rojo que los contrarrevolucionarios hacen correr. Entrevista a Kerenski, en la que fue la biblioteca privada del zar Nicolás II, donde encuentra en inglés una colección completa de las obras de Jack London. El encuentro fue pospuesto, pues el primer ministro del Gobierno Provisional está macerado en brandi y morfina y no deja de llorar, enfermo, pero también incapaz de parar la revolución de Octubre y la caída de su gobierno, que se produciría dos semanas después de esa cita.
Las tres balas destinadas a Lenin en un atentado casi le rozan, como las que la pillan en un fuego cruzado cerca de la calle Gogol de Petrogrado entre un grupo de junkers (oficiales contrarrevolucionarios) y marineros de Kronstadt. Caen a su lado siete transeúntes antes de que los disciplinados marineros acaben a bayonetazos con los del coche blindado. Son los mismos guardianes de la revolución que días antes habían disparado contra sus compañeros borrachos por indisciplinados: mataron a 30.
Y es que la tropa es mucha tropa: ve como un soldado se niega a que el mismísimo Antonov, el astuto ministro de la Guerra, le confisque el camión: lo siente, pero lo necesita para llevar víveres y munición al frente; de nuevo, son los de Kronstadt quienes recuperan la cubertería de plata desaparecida tras el asalto al Palacio de Invierno. La encuentran en el “mercadillo de los ladrones”, donde ella había llevado al escritor Somerset Maugham y al cónsul de EEUU, que adquieren auténticas gangas: dos carísimos monederos de pedrería y una pipa que perteneció a Pedro el Grande.
Son tiempos tan solidarios como sinvergüenzas: no corre dinero en metálico, por lo que hay que pagarlo todo, quien puede, con billetes de 40 y 100 rublos; sin cambio, se establecen o timos o créditos de buena fe. En plena escasez de todo, los hombres de negocio ricos, sordos a las llamadas de las nuevas autoridades para ayudar a la población o a los soldados del frente, hacen aflorar camiones cargados de comida o de caucho cuando asoma la nutrida delegación alemana que negocia un posible armisticio bilateral…
Habla Bryant, a la que un idealista funcionario no le deja pagar las tasas del pasaporte porque “un reportero es un verdadero miembro del proletariado”, de la labor de las Centurias Negras, violenta y activa cueva de los sectores más reaccionarios de la sociedad rusa, y de la desaparición un día de sus diarios personales de su habitación, espiada como era por los contrarrevolucionarios. “En una revolución moderna, todos los partidos de centro desaparecen o se convierten en irrelevantes”, admite tras ver los primeros efectos de la revolución de Octubre. Su amigo y colega Lincoln Steffens dirá al poco, tras una visita en 1919: “He visto el futuro. Y funciona”. Dios, qué ojo…
Oigo hoy ecos de aquellas voces; tampoco me atrevo a tocarme las orejas. De aquel viaje a Baikonur vía Moscú guardo brutales contrastes: nieve sucia; gente de vestimenta muy humilde ante galerías lujosas; vetustos aviones saltarines; lucecitas invisibles en la infinita estepa gris; un país dueño de otro. 31 grados bajo cero. Y todas las fotos de la visita a la fábrica de los cohetes-lanzadera, misteriosamente veladas. Nunca heredé los animalitos de cristal.
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