Amor y satén en la noche de John Legend
El cantante norteamericano habló del tema, en su caso el amor, en el Sant Jordi

Corre una leyenda urbana según la cual hay recintos que suenan mejor que otros, de manera que en los malos no se pueden realizar conciertos con garantías. Según esta leyenda, el Sant Jordi no es un sitio muy propicio para buenas sonorizaciones, menos aún si su formato se restringe al de un teatro, avanzándose el escenario y cegando buena parte de las gradas, como ocurrió con John Legend. Pero cuando salió a escena, desde el primer acorde de la guitarra, se pudo percibir que el sonido era perfecto, que todos los instrumentos se escuchaban a su nivel y que la voz, hermosa, nítida, potente y modulada del artista, no había de pelearse con la banda, a todo esto apoyada por tres metales y con dos percusionistas. Dígase ya, no hay malos locales, hay malos equipos, malos técnicos, malos músicos o malos artistas. Y sino malos, sí al menos no tan buenos como otros. Quien pagó por ver a Legend obtuvo no menos de lo deseado. De comienzo a fin.
¿Y qué se espera de John Legend? Pues muchísimo amor, como dirían Led Zeppelin. El norteamericano lo formula en clave de música negra, un rhythm anb blues satinado, amable y de raíz espiritual cuyos extremos más profundos se hunden en los coros religiosos donde de chaval comenzó a cantar. I know better, primera canción de su concierto, dejó clara esta identidad, esta procedencia, este patrón musical que le mantiene cosido a los medios tiempos y a las baladas y que sólo puntualmente le permite, sin jamás despeinarse, arrancarse rítmicamente, tal y como lo hizo en la segunda, Penthouse floor y cuarta pieza, Love me now. El público se puso en pie, agitó las manos y ya no abandonó al artista hasta que éste acabó, dos horas más tarde, la presentación de Darkness and Light, disco al que pertenecen las citadas composiciones.
En las gradas había de todo, pero la tendencia era la de público con aspiraciones, acicalados para la ocasión, clase media con segunda residencia, aunque sea una tienda de campaña en un camping, eso sí, mono. Ejemplo: una pareja, ella muchísimo más joven que él, cuya diferencia de edad no era notable por la tersura de la piel, sino porque la muchacha no se despegó de su móvil en todo el concierto. Asida al aparato, cuya funda incorporaba un pom-pom rosa a modo de rabo de conejito, enviaba mensajes mientras veía un 20% del concierto a través de la pantalla, fotografiando y grabando como si no se fiara de su memoria. Él, pese a ser más viejo, sí. Y los dos rieron en el momento de la noche, cuando Legend invitó a bailar en Slow dance a una chica que resultó tórrida y lo hizo bajando su centro de gravedad hasta acercar sus posaderas al suelo mientras colocaba su cabeza a la altura del centro de pensamiento masculino. Y, con un Legend sorprendido aunque no superado, lo hizo por delante y detrás del cantante de Oakland, que no pudo por menos que soltarse un botón de la camisa.
Coincidió este cálido momento con uno de los mejores tramos del concierto, cuando sonó la versión de la estupenda Wake Up Everybody de Harold Melvin, el Superfly de Curtis Mayfield o el Save Room del propio Legend, una canción que, a diferencia de muchas otras del artista, no se disuelve en sus formas sino que pellizca con intención redondeando la melodía. Porque a la postre, lo único que se le puede recriminar a este excelente cantante, se marcó un buen God only Knows de Beach Boys a capella, es que tiende a la flacidez con un torrente de baladas indiferenciadas. Eso sí, una de ellas, All of Me, penúltima del repertorio en el Sant Jordi, le hizo famoso. Hay que ver.
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