La verdadera inmovilidad
Hay dos tercios de la población catalana poco ansiosos de soluciones de ruptura (la independencia) y más acordes con una fórmula política negociada
Los potentes llamamientos a la cordura que hoy reciben los dos gobiernos enfrentados son un síntoma de lo que mucha gente pensaba pero no se atrevía a decir. Ha tenido que llegar el despliegue de incontestable irresponsabilidad por parte de ambos para que mucha gente sensata se haya decidido por fin a declarar no una equidistancia ni una neutralidad, sino una urgencia superior a los intereses de las partes: el disparate ahora está probado y demostrado, y no es cosa de profecías ni de cálculos derrotistas. Unos y otros han fundido decididamente la confianza democrática de quienes no son particularmente españolistas ni particularmente independentistas, y seguramente han estropeado a la vez la confianza de quienes son sólo algo españolistas y sólo algo independentistas. Todos pierden y todos nos espantamos ante el despliegue del poder sin máscaras, al verlos actuar como habían prometido actuar: habrá referendum, unos; no habrá referendum, los otros.
Pero esa protesta ya muy frecuente contra ambos gobiernos es síntoma de una cosa todavía más grave y frustrante. Sus pasos de las últimas semanas han desplazado el eje del problema del lugar en el que estaba para instalarlo en otro que apenas había sido grave en los últimos años. El problema estuvo emplazado en una estupidez llamada España contra Cataluña o Cataluña contra España, y digo estupidez porque la inconsistencia de la fórmula no deja margen de maniobra piadosa. Ahora el conflicto ha cambiado de eje y define a catalanes contra catalanes. Lo primero era una vileza, lo segundo es directamente una salvajada porque aquí sí sabemos qué catalanes son unos y qué catalanes son otros.
De la primera batalla, la responsabilidad cae por el lado del más poderoso, el gobierno del Estado, incapaz de tasar con exactitud lo que sucedía en Cataluña en los últimos años, o incapacaz de promover medida alguna de algún calado y credibilidad para encauzarlo o reducirlo. De la segunda batalla, la responsabilidad cae del lado catalán desde la exclusión de la mitad del Parlament incumpliendo un Estatut que no impuso ni elaboró ni cepilló nadie en el punto que exige dos tercios del Parlament para afrontar decisiones fundamentales (y es una medida, por otra parte, universalmente democrática). Esa exclusión no tiene causa en una imposición de Madrid ni es hija de la presión del Estado: es hija de la decisíon consciente de negar la negociación entre catalanes y nace de la preferencia por excluir de una ley trascendental a la mitad de los representantes porque estorban.
Cuando se habla de repartir culpas, suele olvidarse el punto de vista de los tres tercios en que grosso modo se reparte la población catalana. Un tercio es inequívocamente independentista, aunque puede ampliarse con quienes son independentistas reactivos o circunstanciales pero no convencidos; otro tercio no ve graves dificultades en el funcionamiento del Estado de las Autonomías y cree que pueden ponerse parches aquí o allí para mitigar los conflictos, sin más; el último tercio prefiere optar por una construcción más desarrollada de las Autonomías en forma de Estado federal, lo cual querrá decir que tanto las federaciones como el gobierno federal son activos corresponsables de sus decisiones, y no las autonomías obedientes destinatarias de las decisiones de un gobierno central: el gobierno ya no es central sino federal. El modelo norteamericano es un ejemplo claro de la extraordinaria elasticidad de conducta y opinión de sus Estados y del acatamiento colectivo a lo que decide el poder federal porque no es ajeno, central, sino propio, federal.
La omisión en el debate público de las preferencias de la población catalana ha convenido a la inmovilidad de los dos gobiernos enfrentados. Desde el momento en que el enfrentamiento ha dejado de pivotar entre dos gobiernos y ha pasado a enfrentar a dos mitades dentro de Cataluña, debe volver a aparecer como foto fiable de una mayoría de catalanes ese reparto en tres tercios. Y hay dos que acogen a una población poco ansiosa de soluciones de ruptura (la independencia) y más acordes con una fórmula política negociada, no expeditiva y competentemente informada. La transformación del Estado de las Autonomías en algo un poco mejor podría echar al olvido la impiedad civil de dos gobiernos al borde de la deslegitimación democrática por sus conductas y no por su palabrería.
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