La Diada secuestrada
Dejé de ir a las siguientes Diadas. Fue algo así como si ya no me pertenecieran. No quiero dramatizar, pero sentí como si me las hubieran quitado
La última Diada a la que asistí fue la del 2012. Habían pasado dos años desde la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña de 2006, refrendado por los catalanes en el referéndum celebrado el 18 de junio de 2006, con un 49 % de participación. En la exaltación patriótica de aquella Diada, mucho tuvo que ver que el PP, un mes y medio más tarde de su promulgación, presentara un recurso de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional, dentro del cual iban impugnados 128 de sus 223 artículos. A esta impugnación se sumaron las de las autonomías regidas por el PP. Todo esto apuntado no hizo más que desactivar la esperanza de una España más plural en su reconocimiento institucional, lingüístico y cultural. Casi dos semanas más tarde, Artur Mas se dirige al Palacio de la Moncloa para proponerle a Mariano Rajoy un pacto fiscal, con la fuerza moral que le daba el millón y medio de personas reunidas, al grito de independencia, hacía unos días. Ese día el PP redondeó una de las mayores irresponsabilidades y falta de miras políticas de cara a resolver un todavía incipiente problema territorial con Cataluña. En el aspecto financiero, Cataluña tenía su tesorería al borde de la bancarrota, de ahí su agónica necesidad de pedir un rescate de cinco mil millones de euros, a la vez que descendía en el ranking de riqueza por comunidades del tercer puesto al décimo tras su aportación al Estado.
Aquel once de septiembre noté que era distinto. No solo por la inesperada afluencia de tantos miles de personas (el año anterior todavía los independentistas marchaban separados y a distinta hora a su concentración, y apenas llegaban a los nueve mil asistentes), sino también porque rondaba entre la multitud festiva e incesante la difusa idea de que algo estaba cambiando, no sabía yo todavía si para bien o para mal, aunque mi tendencia a ver siempre el vaso medio lleno me llevaba a decirme a mí mismo algo así como “a ver si el PP esta vez toma nota y se entera de que aquí ocurre algo que no hay que desatender y, mucho menos, cometer el inmenso error de despreciar”. El PP con alevosía y premeditación hizo todo lo posible por no leer con generosidad y altura de miras, ese once de septiembre. Se le ponía en bandeja la oportunidad histórica de resolver como por lo menos para dos generaciones el problema catalán.
No obstante, dejé de ir a los siguientes Diadas. Fue algo así como si ya no me pertenecieran. No quiero dramatizar, pero sentí, sobre todo a partir de la del siguiente año y las que le siguieron hasta la de ayer, como si me las hubieran quitado. Acudí a la Diada desde su principio. En verdad que era como un ritual. Me levantaba por las mañanas temprano, compraba la prensa y a las 12 me situaba enfrente (no ante) el monumento a Casanova, para enfilar luego el barrio del Born. Allí escuchaba y observaba a unos chicos vociferantes y con muchas ganas de épica callejera, enfundarse los rostros en unos pasamontañas. Luego venía la hora de comer en alguno de los restaurantes de la zona y una larga sobremesa hasta que daba por concluida la jornada. Veía a la gente regresar a sus hogares con las señeras a cuesta. La rutina democrática (qué democracia no lo es) la compartíamos todos, cada uno desde su imaginario ideológico. Fui durante muchos años más puntual y fiel que lo que lo fui con el 9 de julio, día de la independencia argentina, cuando vivía en ese país. Llegar a casa y sintonizar el telediario de la nueve de la noche en TV3, eran otro ritual, que en realidad no terminaba hasta los comentarios de la jornada en la prensa del día siguiente.
Eso ya no puede ser. Y vaya si me hubiera gustado ir a la de ayer, la que marcaba el cuarenta aniversario de la multitudinaria de 1977. La víspera de la Diada de ayer, conecto TV3 para ver los actos institucionales. Veo a Feliu Formosa, eximio traductor de Bertold Brecht; a Marina Rosell, que sigue cantando sin saber qué hacer con sus manos mientras canta; a ese excelente actor que es Jordi Bosch; todos siguiendo el guion como escrito con trazo grueso y mucha adredalina por el señor Puigdemont y la señora Forcadell. En ese acto mezquino los únicos idiomas que se escucharon fueron el catalán y el inglés. El castellano se escuchó solo para reproducir los bandos represores del catalán durante los últimos más de trescientos años. Un gesto mezquino y de muy mal gusto.
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