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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Trampantojo y filibusterismo

Ante la pérdida de las formas emerge la habilidad negociadora de Tarradellas, sus engaños virtuosos y su advertencia de no hacer el ridículo

Puigdemont, en el Parlament, la semana pasada.
Puigdemont, en el Parlament, la semana pasada.M. Minocri

La Iglesia de San Ignacio de Loyola de Roma no tiene cúpula. Hasta tres arquitectos fracasaron en el intento de su construcción. Ante tanta impotencia, Andrea Pozzo da la solución: pintarla. Y es así como el interior de este templo barroco del siglo XVII engaña al visitante con un trampantojo que sólo se descubre si uno camina con la vista fijada en el techo y percibe que no entra luz por las ventanas ni cambia la perspectiva.

Otros detalles estéticos intentan crear una falsa realidad de la zozobra que acompañó a los responsables de construir aquel santuario en conmemoración del centenario de la Compañía de Jesús. No es extraño que sea uno de sus atractivos turísticos: los visitantes entran ignorantes, juegan con el engaño y descubren divertidos aquello que no pudo ser.

Algo parecido a lo que los políticos independentistas han diseñado en el imaginario colectivo de sus seguidores y que esta semana han descubierto en el alterado pleno parlamentario. Lo que hoy se llamaría una “virtualidad” sobre el gran proyecto transversal atizado durante los últimos cinco años pero que al final ha necesitado de tretas asamblearias, fintas legales y forzadas interpretaciones del reglamento que no han sustentado ni los letrados del Parlament ni el Consell de Garanties Estatutàries.

No puede decirse que las cosas se hayan hecho tan bien como habían prometido ni con tanta transparencia como defendían. Por lo demás, ahí están las imágenes proyectadas al mundo que nos mira y que avergüenzan a los más convencidos. Claro que para minimizar los daños, estos apelan a las condiciones y se amparan en la habitual comparación y en la fatídica adversidad con la que todo lo curan. Como si ya solo sirviera el permanente contraste con el contrario ante el abandono del orgullo propio.

Algún día alguien deberá contestar la doble pregunta: cuándo y quién decidió que en Cataluña ya no hacía falta hacer bien las cosas. Sé que en estos momentos de la historia citar a Pujol comporta una cierta desvergüenza, pero cuando su gobierno acuñó el eslogan: “La feina ben feta no té fronteres” estaba describiendo una manera de actuar que se vendía como propia del país. Una actitud que halagaba a los autóctonos e invitaba a los recién llegados a aceptar unas positivas reglas del juego que prometían lo mejor.

La prueba es que muchos de ellos se ufanaban después de haber hecho suya la esencia de la tierra de promisión que Catalunya sigue siendo. Aquella sentencia basada en un determinado estilo iba seguida también de su correspondiente advertencia: “La feina mal feta no té futur”.

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Admitamos que esta semana algunos políticos se han esforzado mucho en poner a la ciudadanía ante el dilema de elegir entre las dos partes de la consigna. Y muy pocos se niegan a admitir lo que es una evidencia. Aunque sea con la voz baja. La astucia que Artur Mas propuso como consigna hace unos años se ha convertido en una picardía de pésimo malabarista nervioso ante el asedio de unas bancadas contrarias impotentes e incapaces. Sabían lo que se avecinaba, conocían lo que se cocinaba y no obstante, haciendo seguidismo de la manifiesta inutilidad de sus correligionarios españoles, sólo han sabido ampararse en el fácil filibusterismo parlamentario que tenía mucho que envidiar al habitual en el Congreso norteamericano y ni que decir tiene, a las largas arengas romanas de Catón el Joven que descolocaban a Julio César hasta llevarle al borde de la extenuación.

Será por las falsas imitaciones o por la falta de habilidad y lectura, pero la aportación de la oposición a la crítica colectiva al Parlament esta semana ha sido proporcional a su protagonismo.

No extraña que el ciudadano, que un día u otro tendrá que decidir su posición hoy autocuestionada, ante el poco edificante espectáculo, esté concluyendo que ni los unos, ni los otros. Y claro, así no se llega a ninguna parte… que es donde seguimos. Más desolados muchos, más lanzados pocos. Porque las formas tienen importancia y así se les exige. Y ante su pérdida vuelve a emerger el recuerdo de Tarradellas, su habilidad negociadora, sus engaños virtuosos y, sobretodo, su advertencia de no hacer el ridículo. Tan emborrachados estamos de presente legal y de futuro feliz que el pasado parece perder todo sentido, los errores acumulados toda su proyección y las sabias advertencias de quienes los sufrieron o protagonizaron toda lección.

Impacientes, indecisos e imperturbables están haciendo añicos un sueño, una esperanza, un deseo, una necesidad. Y ante esto, algunos parecen decididos a que no nos quede virtud sin darnos, a cambio siquiera, una solución. Eficaz y efectiva, por supuesto.

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