Los últimos pescados que comemos
Comer pescado de las islas, en verano, es una quimera, la demanda desborda varias veces la oferta, las capturas. De ahí que las certezas desaparecen sobre la identidad del producto
El as de la mesa pública del verano es el rodaballo, plano, graso de granja y de tajada fácil; también cantan el gallo, el rape (sin espinas ni escamas, blanco). Pasan entre meses doradas de ración, de factoría igual que las lubinas, salmones, así como pseudomeros y pescados blancos parientes de los célebres besugos.
El cap-roig (cabracho) no confunde. Los pescados se someten a la plancha de incineración y se exhiben cadáveres pálidos, insípidos, en sarcófagos de sal. Las gambas —que saben igual y son las mismas en todo el litoral— se les atribuye mérito exclusivo y un origen portuario famoso. La frescura y el trato pospesca determinan la calidad y el sabor.
Miles de langostas pierden la identidad internacional y el congelado en las cazuelas, de ahí su necesario sello de pesca local iniciado en Ibiza y extendido al resto de islas. El centollo (la cranca) y el bogavante (grimaldo) ya se han extinguido y apenas quedan cigalas propias, de roca, un raro artefacto ultrasabroso, con imagen de videojuego o pintura medieval.
Casi en ningún enclave sirven el típico y común pescado de roca frito. Anótese que cerró en 2017 por jubilación can Mandilego de can Picafort, hito en estas maneras de comida popular de pescadores y de lujo y que otras muchas han cambiado de cocinero y dueño. Allí cenó en libertad y con sus amigos Maria Antònia Munar, cuatro años presa ya por corrupción. Su idéntico Jaume Matas tras nueve meses entre rejas en Segovia y a la espera del caso Nóos no se exhibe en Sa Colònia, base de sus travesías náuticas con Eduardo Zaplana y una vez con Mariano Rajoy. Matas no era amante de la mesa sino de la apariencia.
Existen muchas dudas razonables sobre el origen e identidad de bastantes productos del mar que se presentan (o callan) como si fueran de pesca de cercanía. Los chiringuitos de playa de Ibiza y Formentera baten récords de precios y fama. No hay en el Mediterráneo tantas capturas en un año como las que se sirven en un mes como tales en los miles de restaurantes de Baleares. Aún así más que duplican los precios en mesa, en la piedra del mercado y en los furgones de los distribuidores. A más demanda, precios exagerados. De 25 a 65 euros el kilo.
Comer pescado de las islas, en verano, es una quimera, la demanda —el público— desborda varias veces la oferta, las capturas. De ahí que las certezas desaparecen sobre la identidad del producto.
El pescado insular se agotará por sobrepesca, sin reservas integrales y vedas ciertas y generales. En breve será más que un gran lujo o una curiosidad de oceanógrafos, 30.000 pescadores pseudo recreativos. Nos quedan los libros de peces escritos, dibujados o fotografiados por el viejo Miquel Massutí, Xavier Mas, Xavier Cañellas, JR Bonet, Nando Esteva, Pep Muñoz Vasco, Xisco Riera, Aina Bonner, el blog de Pere Oliver, parte del programa de Gent de la Mar de IB3. Los archivos históricos de Muntaner, el cura Moragues, Bestard y demás ayudarán al catálogo del exterminio.
La cocina litoral de verano, tan simple, es muy elaborada y no solo vive de los peces pescados en el mar. No valen en los platos la fugacidad del tuit y se requiere tiempo, materia fantástica, fresca y natural.
El tumbet acompaña de maravilla: es el rosario gastronómico de verano de Mallorca, las berenjenas rellenas son como una tesis doctoral en can Bennàssar de Muro y el trempó, una excelsa ensalada de los tomates, pimientos rubios y olorosos —no italianos— y esa cebolla local dulce nívea.
Los tomates —y el tumbet— fueron fantásticos en el Velar d’ Artà, dulces, ácidos y sabrosos, aun siendo negros de Crimea, corazón de bou de Formentera, valldemossas, rosas de Barbastro, feos de Tudela ahora extendidos más allá de su dominio porque Internet expande las semillas y las castas. Así los huevos estrellados fueron de gallinas llegadas desde Extremadura con una pastilla anti mareo.
La paella marinera de Banyalbufar lejos de su fuego nativo dominó la mesa reiteradamente, bien, entre pinos en las alturas de los bancales, ante sa Pera de s’Ase.
La comida de proximidad —una última noticia posible y por la cada vez más escasa— es una documentación necesaria, tras la cata de salmonetes fritos y cap Roig a la parrilla del Cala de Calafiguera. El mar es femenino en Calafiguera antes de las cinco de la tarde cuando entran las barcas de bou —redes de arrastre—. Amarran a veces estibadas de pescado capturado en las aguas próximas a Cabrera. Tras 12 horas de ruta llegan los manjares en hielo picado y plásticos protectores, en cajones, seleccionados, asi descargan calamares, salmonetes, cap-roig y escórporas, merluza menor, caramel (gerret), morralla, y mucho pulpo y algún rape indescifrable para quien lo ve y lo toma blanco y farmacéutico como una loncha.
Una cántara —pescado sin fama pero excelente— aromatizada al horno con un manojo de tomillo, apenas marcada, fue rotunda en el renacido Sa Sinia de Portocolom y un lubina salvaje, desangrada a la japonesa, al horno en Sa Roqueta de Es Portitxol, —multitud en murmullo— son excepciones en el listado de mesas caras y apreciables. Una pàgara (pargo) enorme se asó delicadamente para artistas y diletantes en el templo privado de s’Horta.
Un detalle atávico y sabroso, con partidarios y fóbicos es la anguila —de lejanías— frita sin más, es un bocado que solo al lado de la Albufera Los Patos los hermanos Font (un simpático y un político) saben colocar en la mesa con tomates y trempós y una paella cruzada de caldos y tropezones —ojo al dato—. La disidencia notable fue el vitello tonato en los los altos de Deià, obra de un arquitecto diseñador.
Muchas gambas, mejillones, cigalitas, porciones de carne de pescado no siempre dan buen linaje y sabor al arroz que acompañan. Parece una falla, un mosaico impertinente.
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