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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Intimidar y humillar

La moraleja resulta nítida: “Mientras fabuláis con la República Catalana, vuestro poder real es cero”. O sea, el escarnio como método de seducción

Tal vez esté equivocado, pero a mi modesto juicio el combustible de más alto octanaje que, a lo largo de los últimos 10 o 15 años, ha propulsado al independentismo catalán desde la marginalidad hasta la hegemonía social, no es otro que el sentimiento de humillación acumulado por cientos de miles, por algunos millones de ciudadanos de Cataluña; la sensación de que las estructuras del Estado español no sólo rechazaban, sino que desdeñaban y menospreciaban una y otra vez sus aspiraciones, sus demandas, el concepto que esas personas tienen de sí mismas como comunidad; en definitiva, su dignidad.

Es una sensación que, dentro de la actual etapa histórica, comenzó a cuajar quizá con la recogida de firmas y el derroche de demagogia del PP contra el Estatuto de Maragall; continuó con Alfonso Guerra alardeando de haberse “cepillado” aquel Estatuto; maduró durante los cuatro años de ominosa permanencia de la ley autonómica en el banquillo del Constitucional —recuérdese que el editorial conjunto de doce diarios catalanes en noviembre de 2009 se titulaba La dignidad de Cataluña, y no lo auspiciaron medios ni lo redactaron plumas precisamente nacionalistas—, para culminar con la sentencia de junio de 2010, que despreciaba de un manotazo el consenso de más de dos tercios del Parlamento catalán y el resultado de un referéndum.

Cuando la siembra de “desafección” —el concepto, como saben, lo popularizó el presidente Montilla— realizada por todos aquellos acontecimientos empezó a fructificar en una cosecha de estelades y de grandes manifestaciones independentistas, la actitud del sistema político-institucional español se mantuvo invariable: desdén (¿recuerdan la alusión de cierto prócer a “esos que andan dibujando letritas por las calles”?) y apelación férrea a una legalidad de la que muchísimos catalanes se sienten excluidos al menos desde la sentencia del TC contra el Estatuto.

Ahora, mientras se diría que la colisión de legitimidades entre el Estado y la Generalitat está entrando en una fase decisiva, es patente que la Moncloa —donde abundan los asesores, pero al parecer no hay ningún experto en inteligencia emocional— ha decidido intensificar la táctica de la humillación, reforzándola con toda clase de gestos intimidatorios. Los últimos días de la semana pasada nos brindaron un verdadero recital en ambos terrenos.

Una investigación judicial —concretamente, por el caso 3 %— es algo muy serio, pero resulta dudoso que la puesta en escena ejecutada por miembros de paisano de la Guardia Civil el jueves 20 de julio mantuviese esa seriedad. ¿Era verosímil que los agentes personados en el Parlament, en la Generalitat y en el Departamento de Justicia encontrasen las agendas y los registros de visitas de Germà Gordó, de cuya inexistencia el juez ya tenía constancia oficial? Los protocolos de actuación policial, ¿contemplan que los agentes circulen por una cámara legislativa —cito de EL PAÍS del día 21— “tapándose la cara con una braga”? ¿Lo habrían hecho en el Congreso o en el Senado? Es imposible no pensar en una exhibición de fuerza y en un mensaje del tipo: “Ya veis el respeto que nos merecen vuestro Parlamento, vuestro Gobierno y vuestros departamentos...”

Al día siguiente, el Ejecutivo de Mariano Rajoy remachó el clavo al anunciar aparatosamente el aumento de los controles financieros sobre la Generalitat, la puesta en pie de un verdadero estado de sitio presupuestario aderezado con la amenaza de cortar el grifo del FLA (Fondo de Liquidez Autonómica). Que el pretexto para tal alarde de dureza fuese una partida de 6.150 euros supuestamente sin justificar (¿qué parte del referéndum se pagará con esta fabulosa suma?) ilustra con creces que se trata de una maniobra política, de otro ritual de humillación.

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Según los últimos datos del CEO —esos que han suscitado el entusiasmo del unionismo—, como mínimo un 56,4 % de los catalanes quieren un grado de autogobierno muy superior al del Estatuto vigente, ya sea a través de un Estado independiente o de uno federado. Pues bien, el mensaje del Consejo de Ministros del viernes es que carecemos de autogobierno alguno: obligada a someter cada semana sus gastos al control del ministerio de Hacienda, descrita como una comunidad menesterosa que no puede autofinanciarse, con sus funcionarios amenazados, la Generalitat tiene menos autonomía que la más modesta Diputación provincial. La moraleja resulta nítida: “Mientras fabuláis con la República Catalana, vuestro poder real es cero”. O sea, el escarnio como método de seducción.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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