Los muertos acompañan a Mouawad
El celebrado dramaturgo y escritor libanés insiste en su catarsis doliente y culterana en su díptico 'Des Mourants' presentado en el Grec
Somos sombras congregadas en el Hades —aunque el lugar se parezca mucho al Lliure— y recibimos una lección sobre el nacimiento del teatro en los tiempos de Pericles. Breve introducción didáctica y Wajdi Mouawad traspasa literalmente la pantalla para invitarnos a un largo, casi eterno, viaje iniciático, de autoinmolación y renacimiento, que etapa tras etapa se aleja del propósito inicial de deshacer el nudo metafísico que le impide poner en escena el Filoctetes de Sófocles. El propósito último: insistir en su catarsis doliente y culterana, con la crisis griega como invitada especial.
Inflammation du verbe vivre (primera parte del díptico Des Mourants) es una experiencia audiovisual con interacciones en vivo del propio Mouawad. Protagonista en el escenario y la película. Un indisimulado tractatus philosophicus envuelto con primor en la flamígera lírica del autor y director canadiense de origen libanés. Esa poética tan brillante como desmesurada se recibe —llegado el punto de saturación— como el saqueo de la biblioteca de Alejandría. Un verbo de una belleza que abotarga los sentidos y el raciocinio. Pantagruélico banquete trágico de palabras y metáforas. Exceso que se pasea por escenarios apocalípticos de una Grecia en ruinas que fusionan “La zona” de Stalker de Tarkovsky y el infierno de Dante. “¡Perded toda esperanza los que entráis!” es el lema que los hermana en el fondo y la forma.
'DES MOURANTS'
‘Inflammation du verbe vivre’ / ‘Les Larmes d’Oedipe’
De Wajdi Mouawad. Dirección: Wajdi Mouawad. Intérpretes: Wajdi Mouawad, Dimitris Kranias (film), Jérôme Billy, Charlotte Farcet y Patrick Le Mauff.
Teatre Lliure, Grec’17
Barcelona, 21 de julio de 2017
Empieza Les Larmes d’Oedipe (segunda parte) y seguimos muertos. También cegados y quizá encadenados frente a las sombras de la alegoría de la caverna de Platón. Tres personajes-sombra recortados ante un fondo bermellón. Perfiles remisos al movimiento para no desdibujar sus ancestrales líneas. Recitan fragmentos de Edipo en Colono, intervenidos, reinterpretados y comentados por el anónimo forastero que recibe al rey moribundo y su hija Antígona en la tragedia de Sófocles. Ahora ha mutado en vate cantor de una Atenas devastada por la troika y la violencia de la austeridad. El protagonista ausente es Alexandros Grigoropulos, estudiante adolescente muerto por un disparo de la policía. Se entiende sin atisbarlo que hay intencionalidad en la convivencia entre el joven muerto y el viejo moribundo. La palabra parece liberada del artificio teatral —pura en su llamada al espectador— cuando está del todo sometida a ella. Quizá incluso es una intrusa en una manierista quietud escénica que, acumulado el lastre de los minutos, se asemeja cada vez más a una pieza de arqueología: figuras negras dibujadas sobre una crátera ática.
Con la atención liberada contra pronóstico de las cadenas platonianas, el espectador hurga en la memoria para invocar otros poetas-dramaturgos. Un golpe de nostalgia se apodera de él recordando, por ejemplo, la tragedia a navaja de Bernard-Marie Koltès.
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