Mis cruceros
Sé que los cruceros están denostados, pero mientras pueda ir a Nápoles y decir ‘estuve donde estuvo Virgilo’ los defenderé
El primer trasatlántico que abordé en mi vida fue el que me trajo de Buenos Aires a Barcelona en 1970. Entonces los barcos, como los trenes, tenían primera y segunda clase. Había en el barco una piscina que los de segunda no podíamos utilizar. Pero había una biblioteca y una pequeña sala de conciertos donde un cuarteto de cuerdas tocaba, entre otros, a Beethoven y Brahms. Había un comedor donde todos los días se nos esperaba con un desayuno (todavía no existían los bufés libres) generoso. Así también los almuerzos y las cenas. Luego había una sala que hacía de salón de baile y donde acudían algunos oficiales a tomar copas con chicas, que con el tiempo supe que eran lo más parecido a chicas de alterne, especializadas en ligar con los apuestos jóvenes de la oficialidad. A una de ellas recuerdo que fue un pariente a despedirla al puerto.
Ese viaje casi obligatorio me enseñó varias cosas. Una de ellas fue bajar en un puerto de ciudad y dar cuenta de esa ciudad en pocas horas en sus lugares y momentos esenciales. En Río tuve tiempo de bañarme en Copacabana y visitar una favela. En Sao Paulo, apenas me moví de su puerto porque justamente allí se almacenaba el café que se exportaba. En torno suyo había cafeterías donde el primer café que te tomabas no te lo cobraban. En Montevideo, donde no había estado nunca, fui en busca del encuentro del Río de la Plata y el Atlántico. En Canarias me compré una radio de transistor en una tienda regentada por indios, que fueron los primeros que vi en mi entonces breve vida. Y antes de llegar a Barcelona, paré en Algeciras, donde Molly Bloom dijo ese luminoso sí quiero sí. De ese remoto viaje me viene mi inclinación por los cruceros. Porque ese viaje, ya lo habrá deducido el lector, en el fondo fue lo más parecido a un crucero.
El domingo en este mismo diario leí un exhaustivo reportaje sobre los cruceros, sobre sus pros y sus contras, aunque más sobre sus contras. Yo no hablaré de sus pros, pero sí para qué me sirven a mí. Con un crucero me puedo comer una bullabesa en Marsella. Puedo recorrer las calles de Génova y toparme con una exposición de Amedeo Modigliani (pintor gracias al cual es altamente probable que esté hoy en mi querida Barcelona escribiendo esto y recordando que un día me juré que iría, desde mi ciudad natal, a París a postrarme ante su tumba en Père Lachaise). Puedo bajar en Nápoles y enfilar una avenida que me lleva en diez minutos en taxi hasta el Parque Virgiliano, donde la tumba de Virgilio me aguarda solitaria. Puedo zarpar de Nápoles y otear desde mi camarote-terraza el imponente Vesubio, al cual me lo imagino derramando su furiosa lava y arrasando Pompeya y Herculano y llevándose consigo la infinita curiosidad científica de Plinio el Viejo. Puedo al día siguiente desembarcar en Mesina y rastrear por primera vez mis orígenes. Y puedo ir en busca de alguna señal que me dé cuenta de la presencia de un joven y temerario Miguel de Cervantes, cuando convalecía de las gravísimas heridas que le ocasionaron los arcabuzazos de Lepanto. Puedo seguir en Mesina y meterme en un museo para contemplar a Caravaggio y, sobre todo, descubrir a otro pintor que ignoraba absolutamente, me refiero a Alonso Rodríguez, hijo de un capitán español y primer experto caravaggista y excelente pintor él mismo. En Mesina su cocina me recordó el sabor de las albóndigas con tuco que hacía mi tío, mientras escuchaba ópera. Me despido de Mesina enfocando con mis prismáticos la costa de Calabria, la región de donde eran originarios la mayoría de mis amigos de infancia en Buenos Aires. A la mañana siguiente ya estamos en La Valeta. Puerto imponente, una arquitectura a la altura de la de Nápoles, sólo que impoluta y restaurada (¿para quienes?). De la capital de Malta nos vamos con el aroma de su cocina muy parecida a la de Sicilia, aunque me sorprende la agradable intromisión en la carta de un exquisito conejo a la cacerola; también con la molesta sensación de que Malta, si ya no lo es, se convertirá muy pronto en un paraíso de empresas fantasmas para blanquear dinero negro.
Sé que los cruceros están muy denostados por cierta clase de personas. Ilustradas la mayoría de ellas. No tengo nada que objetar a ello. Pero mientras me pueda tomar un expreso napolitano y decir: “Estuve donde estuvo Virgilio”, los defenderé.
J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literiario.
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