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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Mundos paralelos

Los partidos son incapaces de crear una alternativa y lo seguirán siendo mientras actúen como si Cataluña fuera territorio ajeno

Josep Ramoneda
Acto de la ANC en Barcelona el pasado 11 de junio.
Acto de la ANC en Barcelona el pasado 11 de junio. ALBERT GARCIA

Ana Basualdo me manda una nota en que me habla de los riesgos para la salud mental de la “edificación solapada y sofisticada de un mundo paralelo”. Me tomo la idea en doble sentido: la formación de un constructo político que sobrevuela la realidad y el desarrollo en paralelo de dos discursos: el unionista o constitucionalista y el soberanista que viven mundos aparte y que incapaces de reconocerse sólo se pueden encontrar en la confrontación. En lógica consecuencia, en un lado, es síntoma de traición o de radicalización que algún dirigente político y social se distancie un milímetro del único discurso existente: la defensa del orden constitucional y la legalidad. Y así, por ejemplo, cada vez que Pedro Sánchez se desmarca ligeramente, aunque sólo sea con el recurso a alguna jaculatoria como la España plurinacional, es llamado inmediatamente al orden. Mientras, en el otro lado, cada día se avanza más en el terreno de lo fantástico, por ejemplo, cuando se pretende que una ley de un parlamento autonómico sea de rango superior a todo el ordenamiento jurídico o cuando se plantea un referéndum sin definir la participación necesaria para que el resultado sea considerado valido. En este paso de la realidad a la ficción, no hay lugar para la crítica, porque un soplo puede hacer caer el castillo de naipes.

El resultado es un clima de hipertensión en la escena política que no se corresponde con la realidad. El repertorio de declaraciones impostadas (los cuatro tenores presidenciales y la canción del “delirio autoritario” de Puigdemont) y de amenazas perfectamente prescindibles que vienen de Madrid sería difícil de entender para cualquier persona que sin prejuicios pasee por Cataluña. La vida sigue: la economía crece más que en cualquier otra autonomía, la inversión extranjera y las exportaciones baten récords, el turismo sigue disparado, y los problemas son tan comunes como la precariedad laboral, el coste disparado de la vivienda, la fractura generacional, y un largo etcétera de todos conocido. El diablo independentista que asoma por las esquinas asusta a los políticos, pero no al dinero ni a los extranjeros, dos colectivos, por otra parte, especialmente sensibles a las situaciones de riesgo.

¿Por qué el gobierno español pretende sin ofrecer nada que los catalanes “sensatos y moderados” tomen partido a su favor y desde el lado soberanista se señala a los que no cierran filas con su estrategia, dando por hecho que quien no está con ellos está con el llamado unionismo? El independentismo es un proyecto de amplio espectro social, lejos del mito del nacionalismo como recurso ideológico de la burguesía, que ha obligado a convivir fuerzas políticas muy distintas, con una tensión subterránea latente. La estrategia de los momentos decisivos (9-N, 27-S, 1-O), en la medida en que no ha servido para alcanzar una mayoría que legitimará la ruptura, ha dado paso a cierta oscuridad conspirativa en la fase final de esta etapa: con la sobreactuación, con la fabulación, con el secretismo, o con el abuso de la mayoría parlamentaria para defenderse de la estrategia de persecución legal del gobierno español.

Pero si la política ha sido substituida por la escalada verbal y por el juego acción-reacción, es porque nunca ha habido un proyecto político capaz de disputarle abiertamente el espacio electoral al soberanismo. Los partidos españoles tienen respuesta legal, pero no política. Han sido incapaces de construir una alternativa y lo seguirán siendo mientras sigan actuando, consciente o inconscientemente, como si Cataluña fuera territorio ajeno. La negativa a asumir el carácter nacional de Cataluña bloquea la política española: en vez de asumir las claves de la política catalana y tratar de operar con ellas se colocan a la defensiva y las distancias se agrandan: es territorio apache. Esta realidad de dos mundos paralelos es un éxito del soberanismo y una expresión de la impotencia de los partidos españoles que se consuelan construyendo mitos como el del adoctrinamiento masivo de los catalanes (¿saben que las cadenas españolas suman en torno al 75 por ciento de la audiencia televisiva en Cataluña?). Sólo los comunes incorporan algo de complejidad a la escena. Y, en este contexto, pase lo que pase de aquí al 1-O, el independentismo, aunque debilitado por las fabulaciones excesivas de las últimas semanas, seguirá ahí como principal proyecto político catalán.

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