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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ambigüedad ‘reloaded’

Tacticismos al margen, los ‘comunes’ tendrán que decidir qué compañía prefieren ante el referéndum. Ninguna saldrá gratis

Nuet, tras su declaración en el TSJC, entre representantes independentistas y de los 'comunes'.
Nuet, tras su declaración en el TSJC, entre representantes independentistas y de los 'comunes'.A. G.

Ha sido una fórmula de tanto y tan prolongado éxito, que es comprensible la resistencia a abandonarla. Me refiero al cultivo de la ambigüedad, del equívoco, del doble discurso —dicho coloquialmente, a la práctica del juego de la puta y la Ramoneta— en lo referente a la relación política Cataluña-España.

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Desde 1977-80 y hasta 2010-12, las dos paredes maestras del sistema de partidos catalán se sostuvieron sobre esa base. En Convergència, mientras Pujol se dejaba nombrar español del año por el diario insignia del nacionalismo carpetovetónico y ejercía una y otra vez de king’s maker en Madrid, algunos de sus diputados reivindicaban el derecho de autodeterminación en el Parlamento de la Ciutadella, y la JNC tenía como propia la bandera estelada, y ciertos alcaldes no disimulaban su filiación independentista. Y cuando las contradicciones internas se acentuaban —por ejemplo, ante la llamada “fiebre báltica” de 1990-91—, el líder máximo tenía una respuesta digna del oráculo de Delfos: “Cataluña es como Lituania, pero España no es la URSS”.

Con mayor sordina —no en vano estaba sujeto a una disciplina de ámbito estatal—, el PSC hacía lo mismo. Sus cabezas de cartel en las distintas clases de elecciones ofrecían un abanico de sensibilidades y prioridades nacionales que cabe ejemplificar entre un Pepe Borrell y un Quim Nadal, entre un Celestino Corbacho y un Lluís Sacrest (alcalde de Olot entre 1999 y 2011). En los congresos socialistas catalanes no faltaban nunca delegados (por lo general de la demarcación de Girona) que reclamasen el grupo parlamentario propio en el Congreso de los Diputados, y el plenario acababa aprobando que esa demanda era muy legítima, pero se ejercería “en el momento oportuno”. Mientras tanto, los máximos dirigentes surfeaban entre la afirmación retórica de ser “un partido soberano” y la práctica de acatar las exigencias “fraternales” del PSOE. Y, en las urnas, les iba casi siempre de maravilla.

Según es bien sabido, esta manera de funcionar se hundió en los primeros años de la presente década; no por voluntad de quienes la habían practicado con tanto éxito, sino como consecuencia de un profundo cambio de los marcos políticos y mentales de la ciudadanía catalana. Pero, sobre las ruinas de las viejas ambigüedades convergentes y socialistas, surgió con empuje una ambigüedad nueva: la de ese conglomerado de fuerzas en construcción que hemos dado en llamar “los comunes”.

Como en el caso de sus ilustres predecesores, la actitud equívoca del partido de Ada Colau y de Xavier Domènech ante el proceso independentista y, últimamente, ante el referéndum no tiene nada de fortuita ni de inocente. Al contrario, obedece a un cálculo descarnado de costes y beneficios: la convicción de que los dilemas del soberanismo pueden desgastarles y la evidencia de que, en su corta historia electoral, cuanta mayor equidistancia mostraron, los resultados han sido mejores (Barcelona En Comú y En Comú Podem, 24-25%), y en cambio mucho más modestos (Catalunya Sí que es Pot, 9%) cuando aparecieron hostiles a la autodeterminación.

Así las cosas, y ante la concreción de fecha y pregunta del referéndum impulsado por la Generalitat, las reacciones en el ámbito de los comunes han sido de una polifonía propia de otros tiempos y otras siglas. La versión más o menos oficial ha pasado por exigir un referéndum “con garantías”, eventualmente acorde con los principios de la Comisión de Venecia. Puestas en boca de Joan Coscubiela o de Lluís Rabell, sabiendo como saben que la Comisión de Venecia es una emanación de los Estados miembros del Consejo de Europa, y que la Moncloa está al acecho de cualquier movimiento relativo a las “garantías” (censo, junta electoral...), tales demandas equivalen a rechazar el referéndum. En cambio, Albano Dante Fachin (“no daremos la espalda a las urnas”) o Joan Josep Nuet (“som una nació i volem decidir”) parecen inclinados a participar. En cuanto a Xavier Domènech, su crítica de “las prisas” y su augurio de que la lucha por el referéndum será “larga” me ha hecho pensar en aquellos congresos del PSC donde la obtención del grupo parlamentario propio se remitía siempre a un futuro inalcanzable...

Cálculos y tacticismos al margen, a lo largo de los próximos tres meses los comunes tendrán que decidir qué compañía prefieren. Ninguna saldrá gratis, pero la del Fomento, el Círculo Ecuestre, Sociedad Civil Catalana, el PP, Ciudadanos, el PSC, etcétera será seguramente la más cara.

Joan B. Culla i Clarà es historiador

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