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Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Bailar pegados o perrear

Ricky Martin devanó su concierto en el Sant Jordi entre la balada y la pulsión bailable

Ricky Martin en concierto en el Palau Sant Jordi de Barcelona.
Ricky Martin en concierto en el Palau Sant Jordi de Barcelona.Massimiliano Minocri (EL PAÍS)

Continúa bien “plantao”. Salió por la parte de arriba del escenario, como los dioses que bajan a la tierra, se atrevió con pasos de baile y siempre mantuvo ese aire de seductor convencido de sus poderes, una mirada que derrite, que lo sugiere todo sin decir nada. Es un Ricky Martin ya maduro y seguro de sí mismo, sabedor de lo importante que resulta dejarse mirar para que el público inicie su autocombustión. Probablemente marchó satisfecho a camerinos tras su hora y media de concierto en el Sant Jordi, pero también pudo pensar que su público siempre se rinde, casi nunca hay partido, sólo juega él, y que ya no llena como antaño, cuando era el más grande, o de los más, en el ámbito del pop latino. Sí, Ricky Martin triunfó, aunque no arrasó.

En el concierto de la estrella de Puerto Rico hubo varios conciertos. Por lo que hace al sonido se diñó un inicio cacofónico, algo similar a siete tómbolas anunciando “chochonas” entre tres pistas de autos de choque. Había un no sé qué de fiestas de pueblo grande, faltando sólo el olor a chorizo –imposible entrarlo por su similitud con un artefacto contundente, que además lo es- y a churros. En el escenario un atropello de músicos y bailarines, luces y pantallas perseguían aturdir por acumulación a un público que reaccionaba como mandan los cánones: gritando. Fue la parte digamos más pop, la que Ricky destina al mercado anglosajón. Ese sonido se fue matizando con el paso del tiempo, y sin llegar a rizar el rizo de nitidez la cosa mejoró notablemente. Así, con el sonido, se consumieron dos conciertos. Y por medio que no falte la solidaridad, esta vez la Fundación Ricky Martin, encajada como teletienda en las pantallas. Se podía pensar en Mateo: que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha.

Hubo más conciertos. Quizás tres más. Uno ya citado, el anglosajón. Dos, el más peliagudo, el Ricky romántico tan bañado en sacarosa que su mirada seductora parecía más que complementaria redundante. Y si se piensa en la actual música latinoamericana de éxito, a Ricky le salían canas cada vez que abordaba un estribillo. Recordaba un galán maduro defendiendo un territorio de conquista menguante. Sí, se cambiaba de ropa como si aquello fuese una pasarela, pero el vestuario, clásico, poco imaginativo y cromáticamente conservador, no hacía sino acentuar la imagen del galán acosado por los nuevos “bárbaros” del ritmo, coloristas y deslenguados.

A ellos combatió en su tercer concierto, ya en el tramo final. Aquí Ricky se sacó de la manga esas canciones que también casan con las tómbolas y las fiestas populares, piezas rítmicas latinas, ocasionalmente perfumadas con reguetón, el nuevo dios, rematadas con estribillos idóneos para las clases de zumba: que si “por arriba y por abajo”; que si “sí se puede, sí, sí”; que si “llegó la fiesta pa tu boquita”; que si “vente pa’ca, pa’ca ah”….en fin, estribillos que se pegan como el chicle a la suela y se mantienen ahí hasta que cambias de zapatos. Aquí, por fin, Ricky fue el Ricky más en línea con los tiempos que corren, todo y que sus movimientos en escena tenían el freno puesto y sus recursos, hacer cantar al Sant Jordi partiéndolo en dos mitades, estén un poco, digamos, trasnochados. Tanto como su manera de jalear al público, tarea en la que le acompañaba un animador que berreaba cuando Ricky se cambiaba de ropa. Lo importante es que Ricky dejó a su público arriba. Cuando vuelva sabremos cuán arriba lo dejó.

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