La matriarca Jodorovich
El domingo enterraron a Luisa Jodorovich, una de las grandes protagonistas de la crónica negra catalana... Hasta que encontró la fe
En el panteón no cabe ni una flor más. De tus nietos, de tus bisnietos, de tus hijas. De Carmen, del Manuel, de Lola, de Nico... Todos quieren despedir a Luisa Jodorovich, la matriarca del afamado clan, que durante años ha protagonizado la crónica negra. Su familia la enterró el domingo pasado en el mausoleo que tienen en el cementerio de Montjuïc. Dice la leyenda que el cristal es blindado. A simple vista, parece muy grueso. Las rosas rojas y blancas huelen intensamente. En diciembre, Luisa hubiese cumplido 81 años.
Hija de Mateo, que huyó de Rumanía, y de Ana, de origen húngaro, Luisa nació en el barrio barcelonés de Sants en 1936. Con 13 años se casó con Antonio Montero Batista, el Mulato, cuñado del Tío Manolo, entonces el gitano más poderoso de La Mina. Los Montero Jodorovich han hecho correr ríos de tinta. Viví el último episodio en febrero del año pasado, cuando los Mossos detuvieron a un nieto de Luisa. Se lo llevaron de madrugada, sin estruendo ni algarabía, acusado de traficar con drogas.
Luisa ya no veía bien esas cosas. “Yo, que había traficado con droga, solo me di cuenta de lo terrible que puede llegar a ser cuando vi que mis hijos fueron víctimas de su poder destructivo y corrupto”, escribió en 2006 en el libro Por qué dejé la delincuencia (Acidalia). Solo queda un ejemplar en la Biblioteca de Cataluña y tres en la de Alcalá de Henares. En Amazon todavía se puede comprar, pero se paga caro. Son 65 devotas páginas en las que Luisa cuenta cómo Dios la ayudó a dejar la mala vida. Una vida que hubiese merecido una serie de Netflix, pero ella siempre se negó,
El primer rastro de Luisa en la prensa data de 1968, con foto y todo. “Esta silueta corresponde a Luisa Jodorovich que junto con otros tres gitanos fue detenida en la Escala, acusada de dos importantes robos”, publicaba Los Sitios. Iba con su marido Antonio, ambos treintañeros. Hasta mediados de los ochenta, los Jodorovich acapararon páginas por atracos en la costa gerundense. Se les acusaba de ser la Banda de los cuatro, grupos que con coches de lujo, y armados, asaltaban a turistas y desvalijaban casas. Incluso se organizó un dispositivo especial para cazarlos: la operación Lince.
Pero el gran golpe contra ella y su familia fue el 4 de febrero de 1984. De madrugada, la policía se encaramó a los tejados y derribó las puertas de su casa, en la Zona Franca. Les acusaba de atentar contra la Guardia Civil con explosivos, en connivencia con el grupo anarquista francés Acción Directa, y traficar con armas. “Yo estaba en Yeserías y mis hijos en Carabanchel, y las funcionarias me decían que no saldría jamás de allí, porque en la prensa y en la televisión no paraban de hablar de nosotros. Le dieron tanto bombo y platillo que cuando nos tuvieron que trasladar en el furgón para ir a juicio, lo hicieron en unas jaulas blindadas especialmente diseñadas para los delincuentes “muy peligrosos”, lamentaba.
El pintor Armand García Pons les puso supuestamente en contacto con los anarquistas franceses. Pons pasó varios meses en prisión y luego expuso lo que pintó entre rejas. Luisa Jodorovich salió a los seis meses. “Nos pedían para mi compañero y para mí 100 años de prisión y 30 años para cada uno de los miembros de mi familia, pero Dios ya estaba obrando en nuestras vidas y salimos todos en libertad”.
Aunque duró poco. No llevaba ni un año fuera cuando la volvieron a detener por intentar secuestrar a una joven comprometida con uno de sus hijos. Luisa y dos de sus vástagos se presentaron en casa de la mujer. “Los tres intentaron llevarse a la joven a la fuerza, alegando que debía vivir con él”, publicó el Avui en enero de 1985.
Algunos policías recuerdan todavía con nitidez a Luisa, y su cabellera negrísima. Una noche se plantó con su marido en la antigua comisaría de Sur de Barcelona, en Gran Vía con Entença, preocupados porque habían detenido a otro de sus hijos, todavía menor. Al comprobar sus datos, saltó que el matrimonio tenía pendiente una busca y captura judicial. “La que se organizó en la puerta de la comisaría…”, rememoran.
Tampoco la han olvidado en la Guardia Urbana de Barcelona. Le inmovilizaron un BMW nuevecito por conducción temeraria de otro de sus retoños. Una vez celebrado el juicio y absuelto, Luisa fue a recuperar el vehículo, que le había costado un dineral (tres millones y medio de pesetas, según dijo) pero hacía dos años que lo habían destruido... Los denunció.
Con el dinero de la droga, Luisa consiguió poder, casas, coches de lujo, caballos, negocios... “La represión, los juicios, los castigos, las cárceles, las palizas de los policías no sirvieron para apartarme, es más, me espoleaban para lanzarme cada vez con más fuerza al mundo de la delincuencia”, admitía en su libro. Y no paró hasta que vio a tres de sus hijos morir.
Pero renegar del pasado no le quitó autoridad a la matriarca. Ella medió en el último conflicto en La Mina, en la que varias familias fueron expulsadas tras un asesinato. Y también ella se dirigió airada a la prensa, en 2013, tras una operación policial: “Han venido a casa de mi hija, que no tienen nada que ver, han cogido a otra gente. Ni son familia. No es nada nuestro, pero ellos quieren decir el clan Jodorovich”.
Y es que el mito les precede. Quizá por eso cuando se pregunta por el mausoleo familiar, el vigilante advierte: “Si ves alguno de ellos allí, yo no me pararía, están de entierro”. Pero es imposible no detenerse. Escribía Agustí Fancelli, en una crónica como esta (pero mejor): “Los vistosos túmulos de los Montero Jodorovich —Los Mulatos—, los Montoya y los Jiménez [...] puntean el ascenso a la cima, desde donde se aprecian las joyas del 92: el Palau Sant Jordi, el estadio, la antena de Calatrava y, al fondo, la de Foster”.
Allí descansa ahora Luisa, con vistas al mar. Una gran dama de la crónica negra que lo dejó todo por Dios. O al menos eso es lo que contó: “En mi larga vida me han ocurrido muchas cosas. He sido rica, inmensamente rica, pero el dinero conseguido haciendo el mal no conduce nunca a la felicidad, sino al sufrimiento y a la desgracia. Perdí tres de mis ocho hijos, sembré la vida de odio pero desde que sigo los pasos de Cristo he salido de la desesperación al camino de la paz”.
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