El purgatorio de Jordi Pujol
Es muy probable que el ‘president’ no tenga estatuas que le conmemoren ni quede en las páginas de la historia como un héroe, un místico o un líder impoluto
El hecho de que en el oasis catalán hubiese una charca de corrupción tiene la perversa lógica de la codicia humana y del pelotazo pero en el caso de la dinastía Pujol se añade un elemento de patrimonialización metódica de Cataluña. Para quienes durante décadas confiaron casi ciegamente en Pujol el momento actual es como un vahído crónico. Las incógnitas son abrumadoras porque no sabemos cómo se gestionaban los fondos de Andorra, hasta qué punto los hijos tenían el beneplácito de sus mayores o si algo de todo esto tiene que ver con la quiebra de Banca Catalana. En una comida al dejar la presidencia de la Generalitat, Jordi Pujol comentaba que sucesivas comisiones municipales concurrían a su despacho de expresidente con la petición de permiso para erigir su estatua en la plaza del pueblo. Pero Pujol —dijo— solo quería tres o cuatro estatuas y enumeró las ciudades o pueblos más indicados.
En estos momentos su hijo, Jordi Pujol Ferrusola, está en la cárcel y la justicia inspecciona las posibles implicaciones de su esposa, Marta Ferrusola, en toda la trama dinástica. Habrán pasado siglos desde que Pujol, abrazado a la cuatri-barrada cuando estalló el caso de Banca Catalana, consiguiese un rédito electoral y la masa convergente aclamase a Marta Ferrusola: “Això sí que és una dona”. En fin, el país estaba en la palma de su mano y al mismo tiempo un aventurero como Jordi Pujol Ferrusola se entrenaba para la depredación y el saqueo. Ahora muchos dicen que ya lo sabían pero nadie lo dijo ni por supuesto lo denunció.
La visión heroica que Pujol tenía de Cataluña, procedente del magisterio intelectual de Jordi Galí, significaba —según él mismo escribió— que cuando se defiende algo hay que estar dispuesto a dar la vida por ello. Algunos respetábamos al Pujol que no rompía con el Estado y que, a pesar de la política de peix al cove, era un mal menor si se le comparaba con los desperfectos históricos que la política infligió en otros momentos, especialmente cuando Esquerra Republicana hizo el sorpasso a la Lliga de Cambó en los años treinta. Ese respeto quizás dejaba de lado el componente épico y místico de su concepción identitaria de Cataluña, que su esposa llevó a extremos tan expresivos en sus juicios despreciativos sobre los catalanes castellano-parlantes, que su marido tuvo que pedir disculpas públicamente. Pero él también tenía prontos de naturaleza equiparable: en ocasión de un comentario del dibujante Javier Mariscal sobre Cataluña, Pujol presionó para obtener una rectificación pública e incluso hubo una fotografía de aquel abuso de autoridad. Tampoco pasó nada.
Ahora aquel Pujol deambula por el purgatorio. Si está permitido citar a San Pablo, ya lo dijo todo: “Un día se verá el trabajo de cada uno. Se hará público en el día del juicio, cuando todo sea probado por el fuego. El fuego, pues, probará la obra de cada uno. Si lo que has construido resiste el fuego, será premiado. Pero si la obra se convierte en cenizas, el obrero tendrá que pagar. Se salvará pero no sin pasar por el fuego”. Todo eso también tiene que ver con el origen montserratino del pujolismo, que tanto irritaba a Tarradellas y a Josep Pla. A la espera del juicio, es muy probable que Pujol no tenga estatuas que le conmemoren ni quede en las páginas de la historia como un héroe, un místico o un líder impoluto. En cierto modo, entre Herder y Montesquieu, Pujol prefirió siempre a Herder. Es decir: la nación con prioridad frente al individuo y, por lo que se ve, también por encima de la ley.
En sus escritos desde la cárcel, a la que fue por defender la idea de Cataluña en tiempos de la dictadura franquista, describía la situación catalana a principios de los años sesenta como un país intensamente trabajado por fuerzas de descomposición, fruto de la mediocridad de unas generaciones y de un momento histórico, atizadas, organizadas y cuidadosamente conservadas por una situación política y hostil. Es —decía— un país abocado al precipicio de su destrucción. Sin duda, tras llegar al poder político dejó un legado aunque no parece que sea una Cataluña que —como ha dicho Marta Rovira de ERC, en un arrebato procaz— se define por leer y amar más que nadie. Eso incluye Islandia y Alemania.
Valentí Puig es escritor
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