La falsa esperanza del chaleco salvavidas
Hakan Günday describe con crudeza el drama de los inmigrantes ilegales en Turquía en la lacerante novela ‘¡Daha!’
Gazâ es un chico listo, por eso en los últimos cinco años ha prosperado mucho en el oficio en el que, desde que tenía nueve, le ha adiestrado su padre: a sus clientes, encerrados en condiciones infrahumanas, les cobra el agua; los somete a videovigilancia y a torturas psicológicas; cuando le apetece una chica, la viola; les plantea que le vendan un riñón si no pueden pagar servicios extras y hasta a veces, por pereza o exceso de sadismo, se le mueren un par… No importa: son emigrantes ilegales que ellos almacenan y transportan en esa macabra pasarela hacia Europa que es Turquía. El niño es el narrador de ¡Daha!, lacerante novela con la que Hakan Günday (Rodas, 1976) obtuvo en 2015 en Francia el premio Médicis, quizá de las mejores obras de ficción sobre este drama, que ahora se publica en España (Catedral, en castellano; Edicions del Periscopi, en catalán).
“Cuando saqué el libro en 2013 creía que había puesto todo el catálogo de atrocidades posibles; pero fui naïf porque al poco leí la detención de una gente que vendía a los inmigrantes ilegales chalecos salvavidas falsos, cargados con serrín en vez de corcho; el cliente no protestaría nunca: si salía vivo, estaba en Europa; si no, se ahogaba… Es imposible describir nada más violento que la realidad”, constata el autor.
Esa violencia la deposita Günday en los ojos y la voz de un niño, tácita metáfora: “La primera reacción del niño es ver a los inmigrantes como culpables porque turban su felicidad, le fastidian invadiendo su hogar; la segunda es que, ya que están ahí, pues a explotarles… Eso es lo que hacen las sociedades occidentales”. Luego está la inocencia: “Un niño siempre pregunta con un por qué; un adulto ya lleva demasiado tiempo acostumbrado a todo tipo de crueldad y no se plantea demasiadas cosas”.
El hijo supera al padre en crueldad, y eso que ha sido buen maestro: sobrevivió a un naufragio quitándole el chaleco a un viejo inmigrante; su lema es un ‘Tú o Yo’ que parece el mantra del siglo XXI. “El padre le enseña que debe sobrevivir cueste lo que cueste, que la vida es un conflicto, es el ‘Tú o Yo’ y que no se puede vivir con el ‘Tú y Yo’; la otra triste enseñanza es que la vida humana se puede pagar con dinero; si eso se puede hacer, como han firmado también Europa y Turquía, se convierte a las personas en objetos, y si es así, luego se puede jugar con ellos”.
Günday (que no acabó la universidad, pero muestra su facilidad metafórica y bagaje cultural citando a Céline, Dostoievski, Descartes y Espriu) se muestra duro con Europa. “Occidente se ha creído sola en el mundo, promoviendo la democracia sólo en sus países, sin importarle lo que ocurriera fuera fruto de lo que han pactado sus estados, pero hoy ya lo saben porque las víctimas de las decisiones de sus gobiernos les aporrean puertas y ventanas”. Admite que no ha hecho mucha investigación sociológica para ¡Daha!, aunque sí ha estudiado informes de la fundación sueca SIPRI sobre armamento. “El tráfico de armas va de Oeste a Este y el de la inmigración, al revés; Europa se ha fabricado el infierno a 10.000 kilómetros de casa y ahora se sorprende de ese infierno y de tenerlo más cerca”.
Gazâ es consciente de la horrible escala de valores de su padre, pero no se despega de él: “Es como la ley de la gravedad de la vida de ese chico; su padre es una cárcel”. Una adolescente también es la protagonista de su novela De un extremo al otro, donde asimismo le cuesta huir de su entorno. “En ¡Daha! me pregunto: ¿Puede un niño escapar de prisiones sociales como la familia, la religión o la escuela?; porque los muros de esas prisiones de carne y hueso son más sólidos que los de granito”. Gruesos muros, como se lee en la novela: la policía o el mitificado grupo de rebeldes kurdos del PKK trafican ilegalmente con personas. “En el sistema están todos implicados: es zona de fronteras, hay miseria… Pero la clave es que todo está basado en la venta de esperanza, se trafica con ella, aunque sea una esperanza tan falsa como los chalecos salvavidas”.
En la novela (de la que se ultima una película), hay un detalle sociopolítico significativo: en el ayuntamiento de la localidad, quien da las órdenes no es el alcalde sino el encargado de la limpieza del edificio, sólo porque está por encima del político en su congregación religiosa. Es otra parábola de la situación que vive Turquía, con 88.642 detenciones desde el extraño golpe de estado del pasado julio. “Desde finales de los 60, grupos vinculados al culto religioso, para tomar el poder, han ido educando a los hijos de familias pobres y los han ido infiltrando en las instituciones; esa gente ha sido un gran socio del gobierno durante 12 años, pero ahora han empezado a pelearse y se ha aprovechado un golpe de estado para aplastar a la oposición política”. En la novela, el dilema de Turquía se resume en la bella metáfora: “Es una jovencita bulímica y depresiva. Se ve obesa en el espejo de Oriente y esquelética en el de Occidente”. “Si escoges una identidad… Turquía es bulímica, está en guerra contra sí misma y falta tiempo para que se cure”.
Habla el escritor con este diario en plena tensión entre Holanda y Turquía por la prohibición holandesa de dejar acceder a ministros turcos para defender el referéndum que propone Erdogan. “Si en la consulta triunfa el sí [como sucedió el pasado domingo], el viaje de Turquía a la democracia se detendrá en seco, pero con decisiones como las de Holanda lo único que se consigue es que un sistema populista lo utilice para su victimización; así no logrará que desaparezca, como en un truco de magia, el apoyo de millones de personas a Erdogan; Holanda lo ha hecho para acallar a su extrema derecha, reforzando así a la turca”.
En 2012, cuando la revuelta de la plaza Taksim, le pareció ver a Günday un rayo de esperanza: “Ahí estuvieron los cachorros de los turcos blancos, republicanos y prooccidentales, con musulmanes más religiosos y socialistas…; es la única vez en la historia de Turquía que empezaron a dialogar entre sí, pero el vaho de los gases lacrimógenos con que fueron desalojados volvió a dejar a la gente ciega y ahí siguen, sin verse uno a otros”.
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