Música india en un monasterio cristiano para despedir a Salvador Pániker
Sobrio, elegante y ecléctico acto en Pedralbes, sin grandes figuras de la política y la cultura, en el sepelio del escritor y filósofo
Escribió Salvador Pániker sobre su concepto-fetiche, la retroprogresión, que comporta “la recuperación de la espontaneidad, la creatividad natural, sin deliberación”. Y a ello se aplicaron los allí presentes: en la puerta de la iglesia había quien hablaba de un reconfortante viaje espiritual a Vietnam y Camboya, afloraban sonrisas reflejo de una paz interior mientras se acomodaban en los bancos de madera y hasta la música de órgano era una feliz fuga en sol menor de Bach en los preparativos ayer noche del sepelio del filósofo, editor y escritor barcelonés, fallecido la madrugada del pasado sábado.
“Fue un hombre extremadamente complejo, contradictorio, híbrido como su propia genealogía, sociable, frívolo, pero también ermitaño, ansioso, hipersensible, niño pequeño, tan tierno como pillo”, lo fue dibujando ante unas 200 personas su hijo Agustín, también editor, recordando a su progenitor de padre indio y madre catalana. Maestro de ceremonias de camisa blanca y americana sin cuello, agradeció sin distingos, desde los familiares y amigos hasta a “las muchas amantes, para las que fue seductor”, su presencia en la iglesia del monasterio de Pedralbes, el que su padre veía perfilarse desde la ventana de casa.
Se buscó “una ceremonia laica, con un plus místico, como hubiera querido”, apuntó su hijo. Y efectivamente, un sobrio, tan modesto como elegante, centro de rosas blancas ante el altar hacía las funciones de un cuerpo que no estaba presente. Como tampoco lo estuvo la clase política (ni un solo dignatario autonómico o municipal reconocible) y apenas la cultural: ahí algún editor (Alfredo Landman, de Gedisa) o distribuidor (Oriol Serrano, de Les Punxes); en un discreto plano, algún directivo gremial (Segimon Borràs, exsecretario general de los editores catalanes) o algún intelectual (Pere Portabella, Xavier Rubert de Ventós).
Entre un aria de Bach (“entre todas las galaxias en un plato de la balanza y en el otro Bach, me quedo con éste”, decía) y un toque jazzístico de Miles Davis, hijos (Pablo, Gregorio…) o nietos (Mateo) o amigos (el escritor Sergio Vila-Sanjuán), hicieron aflorar desde fragmentos del Tao-Te-King (“Salir es nacer; entrar es morir”) hasta el prólogo de su libro ya póstumo, Adiós a casi todo (“Así que ya veremos… o no veremos”, lo acabó, ya sintiendo irse).
No hubo lágrimas para ese “señorito, antifranquista, suficientemente frívolo, de baja de toda creencia religiosa, asiduo de Bocaccio” y al que le gustaban mucho las mujeres, como escribió una vez de sí mismo. O casi: el tercer impromptus de Schubert precedió a los delicados recuerdos de su hija Ana, que lo halló en casa “muerto de perfil, acostado sobre el lado derecho, arropado con las mantas, como un niño dormido, asombrado por su propia inteligencia que le llevaba más allá”. Habían hablado la noche antes, la necesidad imperiosa de descansar y explicarse. Él, recordó, le dijo que vivía esos últimos tiempos “como en una cartuja: ora et labora”, frente al ordenador, volcando recuerdos y pensamientos, cada vez más frugales, esenciales, puros, como constatar que “la vejez es una devastación”; también le confesó: “Necesito un hogar”. “Paradojas: tú, que lo dejaste tantas veces”, le respondió la hija.
Música clásica del norte de la India cerró el acto. Apenas 40 minutos. Puro Oriente resonando en paredes góticas de puro Occidente. Puro Pániker.
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