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¡Sálvame!

El autor visita Casa Salvador y relata su experiencia

Jorge F. HErnández

Ese gringo de barba blanca que parece Noel se llama Hemingway y lleva varias semanas ponderando con buen vino la mejor manera de noquear a Trump con un buen puñetazo. En la esquina, incólume y hierático, Manuel Rodríguez, Manolete, espera la embestida de un postre, para la rara tertulia donde ha discutido con Dominguín y dicen los camareros que ayer mismo se le escapó en el carro de la basura la belleza intacta de Ava Gardner. Estamos en Casa Salvador, en el cruce de Barbieri con San Marcos en el barrio que llaman de Chueca (compositor y plaza) y venimos cada ocho días para confirmar que aquí la restauración es liturgia de resurrección. Aquí la comida, que llaman propia del menú tradicional madrileño, se convierte en manjar de intemporales bondades: la merluza rebosada que eleva el ánimo de cualquier muerto; el estofado de rabo de toro con el eco audible de la bravura en movimiento y la epifanía ocasional de un cocido madrileño entero, que va desde la sopa con delgadísimos cabellos de fideo hasta la composición en partes de todos los ingredientes que engrandecen al ser humano.

Ese que habla como cantando es Paco Camino, que charla con el hombre de las gafas que no parece muy elocuente, simple y sencillamente porque es un fantasma, un espectro entrañable como cada uno de los cocineros y camareros de este santuario de ángeles que me alivia el alma.

Aquí donde parece que toda la Casa Salvador es un museo, una pinacoteca detallada no solo de la cultura española, sino de los raros misterios de la tauromaquia que se vive en tertulia, en la callada música de la memoria de cada uno al recrear de sobremesa la inconcebible faena de Enrique Ponce a un demonio con cuernos que llevaba el hierro de Samuel.

En la mesa de al lado hablan de libros con Hemingway y sin saberlo, se meten en el coro otros tantos escritores sin tiempo, de los que viven un Madrid andante y vuelven a Casa Salvador para cargar el alma en una noble casa que fundara Salvador Blázquez en 1941 y que viviera no pocas décadas esplendorosas bajo el timón de su sobrino José, cuyos herederos mantienen intacto el abolengo y la magia de un lugar que, quizá sin saberlo, nos salva a todos. Quizá por ello sonríe la rubia que oculta la mirada tras el ligero telón de su pelo, donde se enreda en la conversación de toreros de otro tiempo y actores de pantallas de plata, nobleza callejera y santoral laico, la vera utopía de un remanso delicioso en pleno corazón de Madrid.

 

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