El último inquisidor
Los inquisidores nunca fueron bien recibidos por la ciudad, desde aquel verano de 1487 cuando llegó el primero
Cuando pasen por la calle de Comtes, levanten la vista. En la pared del caserón que hay frente a la catedral, verán un escudo labrado en piedra. Pertenece al tribunal de la Inquisición y, aunque la finca actual fue intensamente restaurada en 1944 por el arquitecto Adolf Florensa, todavía conserva su aspecto severo, que parece abocarse, escrutador, sobre la estrecha calle. Antiguamente, al tribunal se accedía por una puerta renacentista situada en la vecina plaza del Rey, que fue traída hasta su actual emplazamiento en la placita de Sant Iu. Hoy, esa puerta da entrada al Museo Marés.
Los inquisidores nunca fueron bien recibidos por la ciudad, desde aquel verano de 1487 cuando llegó el primero. Vivieron alojados en unas dependencias del Palau Reial Major, mientras el resto del palacio se transformaba en la Real Audiencia y el convento de Santa Clara. Su sede albergaba los calabozos y sus temidos archivos, donde se custodiaban toda clase de documentos comprometedores. Pero su misma existencia chocaba con las nuevas ideas surgidas de la Ilustración y la Revolución Francesa. Así, a finales de 1808, las autoridades napoleónicas suprimieron el Santo Oficio en Barcelona. Decisión que, en el otro bando de la guerra, también adoptaron las Cortes de Cádiz en 1813. Pero en julio de 1814 fue restaurado por el nuevo rey absoluto, Fernando VII. Y en esos seis años que estuvo nuevamente en funcionamiento, persiguió con saña especial a los liberales y a los masones.
El principio del fin comenzó el 1 de enero de 1820, cuando el general Rafael de Riego protagonizó un golpe de Estado que produjo una extraña situación de tablas, en la que ni liberales ni absolutistas tenían fuerza suficiente para imponerse al adversario. En Barcelona se destapó una conspiración a favor de Riego, pero el capitán general de Cataluña, el famoso general Francisco Javier Castaños, el vencedor de la batalla de Bailén, consiguió abortarla. Riego proclamó entonces la Constitución de 1812 y pronto se organizó un nuevo plan entre la oficialidad liberal de la ciudad, que Castaños volvió a desbaratar. La noche del domingo 5 de marzo hubo una reunión de emergencia entre los conspiradores, que acordaron hacerse el lunes siguiente con la Ciudadela. Y una vez tomada, decidieron no abandonar la fortaleza hasta proclamar la Constitución. El martes, una multitud rodeó el Palacio Real de Madrid y obligó al rey a jurarla. El miércoles se publicó el decreto, al que se añadió la amnistía para todos los presos políticos. Y el jueves, se ordenó la supresión del Santo oficio.
En la capital catalana, la situación estalló el viernes 10 de marzo, cuando a primera hora de la mañana se formaron grupos de paisanos, obreros y soldados que, agitando pañuelos blancos, confluyeron en el Pla de Palau, frente al Palacio Real donde residía Castaños. El capitán general de Cataluña demostró sus dotes para la diplomacia, al convocar a todos los oficiales de la guarnición para aquel mismo mediodía, lo cual calmó momentáneamente a la multitud enfurecida. Sin embargo, esa misma tarde los manifestantes asaltaron el palacio. Ante el peligro, Castaños y el obispo barcelonés salieron al balcón y dieron vivas a la Constitución.
Esta demostración pública de triunfo desató el entusiasmo general, que pronto desembocó en una verbena popular, con bandas de música y baile. Inmediatamente, se nombraron nuevas autoridades y se formaron comisiones, que marcharon a tomar posesión de la ciudad. Uno de esos grupos se dirigió a la sede de la Inquisición, seguido por una muchedumbre de tres mil personas que, ante la negativa de los inquisidores a abrir las puertas, las derribó a golpes y saqueó la casa. Los presos que esperaban juicio fueron liberados, mientras los inquisidores escapaban a toda prisa, entre golpes e improperios. En ese primer asalto ya fueron destruidos numerosos expedientes, pero al día siguiente, una nueva multitud volvió a saquear el tribunal, muchos papeles del archivo fueron arrojados por la ventana y destruidos. Otros terminaron en manos de los espectadores, como Andrew Thorndike, un turista norteamericano que se llevó una buena colección de documentos que tradujo y publicó en Boston. Finalmente, el motín fue sofocado por el nuevo gobernador de la ciudad, al tiempo que se proclamaba la Constitución desde el balcón de la Llotja.
El grabador francés Hippolyte Lecomte imprimió una famosa litografía, que mostró en toda Europa la insurrección barcelonesa contra la odiada Inquisición. Ese año de 1820, el periódico Miscelania de comercio, política y literatura informó que el edificio del Santo Oficio iba a convertirse en un establecimiento de beneficencia, dedicado a la educación de pobres y ciegos. En 1823, la tropa liberal derribó la finca, que fue vendida por el ayuntamiento para hacer apartamentos particulares. Poco después, Fernando VII recuperó su condición de monarca absoluto y reimplantó la Inquisición, bajo el eufemismo de Juntas de Fe. No fue el caso de Barcelona que, al inicio de la Primera Guerra Carlista, cuando el gobierno lo eliminó definitivamente, en 1834, ya llevaba catorce años inactivo. De aquellos años sólo sobrevivió este escudo, que todavía parece sobrevolar, amenazador, sobre las cabezas de los viandantes.
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