Una habitación libre
En Barcelona hay un promedio de 2,4 residentes por vivienda. Ceder temporalmente una parte de ella es fácil, pero casi nadie lo hace
Es una cuestión de confianza. A muchas personas que viven solas en pisos de su propiedad que, de momento, no quieren vender, les he preguntado por qué no ceden a alguien el uso de una habitación libre por un tiempo. Una respuesta frecuente y desolada es: “Me vendría muy bien, pero no confío en nadie”, ni en los candidatos a ocupar la habitación, ni en los vecinos de su escalera, ni en los gobiernos con poder para decidir aquello que ocurre en su casa. Es mucha gente.
A mis estudiantes de doble grado en derecho y economía les propuse realizar un trabajo sobre la cuestión en la ciudad de Barcelona. Fiables, lo hicieron bien. Siguen algunas de las reflexiones que me hicieron llegar.
En los cien kilómetros cuadrados de la ciudad de Barcelona 1.610.000 personas viven en unas 685.000 viviendas, de las cuales el 30% —en torno a 205.000— son de alquiler. Tomar en alquiler viviendas enteras como residencia permanente es sencillo legalmente, pero cada vez más costoso económicamente, pues la ciudad tiene más demanda que oferta. Las medidas sugeridas por los gobiernos catalán y municipal —congelar los precios o la duración del alquiler— serían suicidas a medio y largo plazo, pues los posibles oferentes desconfiarían y dejarían de comparecer en el mercado, ya ocurrió en la larga posguerra y, luego, hasta 1985.
Más sentido tendría generar nueva oferta: en la ciudad hay muchas plantas bajas vacías y muchos pisos demasiado grandes que el ayuntamiento debería permitir dividir a cambio de gravamen para alquiler social. Hoy, en Barcelona hay un promedio de 2,4 residentes por vivienda, hace cuarenta años era de 4. No tiene sentido mantener los parámetros históricos de número y superficie de viviendas por hectárea del Plan General Metropolitano de 1976, explicaba a mis alumnos el catedrático de urbanismo Miquel Corominas.
El número de habitaciones —no de viviendas enteras— cedidas temporalmente a alguien en esta ciudad es mucho más difícil de contar. Y es que usted puede recibir en su casa a un pariente, a un amigo, a un conocido, a un estudiante, a un recomendado por cualquiera de los anteriores —o por una agencia fiable—, a un inmigrante o a una sucesión de turistas. Luego puede cobrarles más o menos -—o nada—, en dinero, en servicios o en intangibles —uno es que comparta su espacio vital—. También es diversísima la duración posible de la estancia, pues se puede ceder una habitación como residencia permanente, o por una temporada —un curso—, o por dos o tres noches, o por unas horas, de visita, las posibilidades son infinitas, tantas como el ingenio humano que es la base de la autonomía privada.
Los primeros que querrán opinar sobre su decisión serán normalmente los vecinos de su escalera. El derecho civil catalán permite que cuatro quintas partes de sus vecinos de escalera que representen otras tantas partes de la propiedad limiten en los estatutos de la propiedad horizontal algunas opciones posibles de cesión. Sin embargo, de ninguna manera podrán impedir que usted invite a su casa, hasta la noche de los tiempos, al pariente, al amigo, al conocido, al amante o al necesitado de casi todo: la Constitución (art. 33) protege la propiedad privada y por ello la decisión sobre a quiénes acoge usted en su casa no es asunto de las comunidades de propietarios, no les concierne. Pero estas pueden, desde luego, impedirle a usted montar una pensión en su piso. Hay ahí una cuestión de límites, difusa, pero no exenta de ellos: las comunidades no pueden prohibirlo todo.
Lo mismo ocurre con los gobiernos. Y tenemos tres, el central, el catalán, el municipal. Todos pueden poner en marcha la maquinaria regulatoria, a veces para bien, otras para mal, y casi todas en disonancia los unos de los otros. Pero los principios son los mismos: sigue sin ser asunto de ningún gobierno escogerle a usted sus amigos o visitantes (salvo que sean terroristas, o muchos, o exageradamente molestos). Aunque, de nuevo, los gobiernos tienen un interés justificado en evitar que usted convierta su piso en una pensión clandestina.
En términos generales, ceder temporalmente una habitación en la vivienda que usted habita es mucho más libre que ceder el piso entero: la puerta de su casa no puede aporrearla ningún agente de ningún gobierno sin una buena razón. Y es que esta vez, a la lógica de la propiedad se suman las de la privacidad e inviolabilidad del domicilio. Si tiene usted una habitación libre, pues es tal.
Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil de la Universitat Pompeu Fabra.
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