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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La indignidad de Forcadell

Protege a quienes rompen imágenes del jefe del Estado; aplasta a los rivales; ignora a su servicio jurídico, y ahonda la fractura de la Cámara en vez de atenuarla

Xavier Vidal-Folch
La presidenta del Parlament, Carme Focadell.
La presidenta del Parlament, Carme Focadell.Massimiliano Minocri

El Pleno del Parlament del pasado día 21 salió en defensa del derecho de los diputados a debatir ideas, sin más límites que “el respeto de la decisión mayoritaria y la garantía de los derechos de la minoría”. Y en apoyo, algo perifrástico, de la presidenta, Carme Forcadell.

Estupendo propósito. Solo que, como ya va siendo habitual, el texto salió a la luz con un consenso paticorto, solo apoyado por tres de los seis grupos parlamentarios: pero sí, se presenta como si fuera unánime.

Solo que una cosa es debatir ideas y otra distinta presentar, auspiciar, redactar o postular resoluciones, proyectos o leyes abiertamente ilegales.

Solo que la libertad de expresión concuerda con el respeto al ordenamiento legal en vez de contradecirlo: porque forma parte del mismo, desde el frontispicio de la Constitución, artículo 20.

La autojustificación parlamentaria se redobló con unas declamaciones contra las actuaciones del Tribunal Constitucional (TC), que invalidó el voto de la nueva hoja de ruta secesionista veraniega y en favor del referéndum unilateral (de 5 y 6 de octubre). La presidenta y los otros miembros soberanistas de la Mesa proclamaron enfáticamente que rechazaban convertirse en “censores” de los diputados; que garantizarían que todos ellos “puedan expresarse, piensen lo que piensen”; y que la Mesa cumpliría “el deber de garantizar el debate parlamentario” pese a las “intimidaciones”.

El cinismo de esa autodefensa resulta palmario si se recuerda que fue ese mismo organismo el que rechazó —también para aparentar una exportable unanimidad en vez de la división de la Cámara— la reclamación de varios grupos disconformes con las leyes de desconexión. Y que se opusieron a que estas se tramitasen en “ponencia conjunta”, formato que evidencia un acuerdo total de la Cámara y cuyo uso honesto se reserva a ese acuerdo previo. No querían participar en un acto legislativo que reputaban contrario a la legalidad democrática.

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La deshonesta imposición (a sus colegas diputados) del formato impugnado, orquestada por Forcadell y sus adláteres, queda como monumento a su discriminación entre partidarios y rivales: para aquellos, la libertad, la defensa, el apoyo, siempre en nombre de la democracia; para estos, el aplastamiento. Los minoritarios recurrieron el desaguisado ante el TC: no todo el mundo en Cataluña aplaude que se le escupa. Y este, en sentencia publicada el pasado día 23, tan solo dos días después de la autodefensa de la presidenta, dictaminó que los derechos de los recurrentes “quedaron vulnerados” con la creación de las ponencias falsamente conjuntas: se había violado nada menos que su derecho a ejercer sus funciones representativas.

Un sectarismo redundante y complementario ha sido el practicado en relación con el acto público de destrucción de imágenes del Rey en la misma sede del mismo Parlament, protagonizado el día 12 de este mes por algunos diputados de la CUP. También el día 21 Forcadell se negó a tomar ninguna medida al respecto, alegando la necesaria protección de los parlamentarios (a estos, sí) y su libertad de expresión (en este caso, sí).

Aunque la aplicación del Código Penal a las ofensas al Rey sea un anacronismo —que lo es—, y concite amplio rechazo —que lo concita—, resulta insólito en cualquier Parlamento que algunos de sus miembros, que representan a todos los ciudadanos y no solo a sus votantes, se dediquen a este tipo de menesteres.

No era necesario que la Mesa les sancionase. Pero sí resultaba imprescindible, aunque solo fuera por dignidad institucional propia, y por coherencia con su mandato, que aplicase el recién aprobado (25 de julio) Código de Conducta de los diputados. Impone esta autorregulación a los honorables mantener una “conducta respetuosa” con todos los ciudadanos (el Rey también lo es), según su artículo 7.2. Y, por tanto, la “utilización de un lenguaje adecuado” (romperles la cara, siquiera simbólica, no parece tal). Una reconvención, una admonición, un aviso, una leve colleja dialéctica era obligada. Y no hubo tal.

De manera que Forcadell sigue siendo la presidenta más sectaria (el eco sumiso del poderoso Ejecutivo y el látigo de la débil oposición); incompetente (ignora, desprecia y conculca los dictámenes de su servicio jurídico contrarios a sus desplantes anticonstitucionales); y divisiva (ahonda las fracturas del hemiciclo en vez de pugnar por superarlas) que ha tenido el Parlament desde su restauración. La dignidad de la presidencia brilla por su ausencia.

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