Sanfermines en Gran Vía
El desconcierto y la chapuza convierten en una iniciativa fallida el falso cierre de la arteria madrileña
La idea de conceder a los peatones el símbolo automovilístico de la Gran Vía tendría sentido si no fuera porque no se les ha concedido. Se trata de una restricción parcial que ha multiplicado la congestión de vehículos y que ha deslucido la estética de la arteria madrileña.
El caos desacredita la pretensión de establecer un debate entre medioambientalistas y esnifadores de CO2. Más allá de improvisarse el corte de la Gran Vía se ha incurrido en el mensaje subliminal de dividir a los madrileños entre sensibles e insensibles.
Le parece a uno muy bien que se extiendan las zonas peatonales, pero la ambición de un proyecto urbanístico que convierte la ciudad en territorio de ciclistas y paseantes necesita de alternativas verosímiles y contradice la chapuza voluntariosa que se ha ejecutado en la Gran Vía.
Y dan ganas de preguntar a los municipales a qué hora empiezan los encierros, pues la idea de acordonar la avenida con vallas, cintas y requiebros sobrentiende que van a correrse los sanfermines, cuesta arriba, o cuesta abajo, a medida de una yincana posmoderna.
Habla uno como vecino de la zona y como testigo de un paseo frustrante en horas de intensidad vespertina. El colapso de los taxis y de los autobuses intimida las teóricas zonas de esparcimiento ciudadano. Y requiere cierto valor exponerse a pisar el asfalto, más o menos como si estuviéramos en un circuito. O en un cortocircuito.
El debate se ha vuelto a desproporcionar en la hipérbole que suscita cualquier iniciativa municipal. Carmena hubiera sido criticada incluso si vinieran a Madrid los Reyes Magos verdaderos, pero la polarización del debate político y el oportunismo de sus adversarios –Esperanza Aguirre trayendo las ratas como el flautista de Hamelin- no contradice que haya sido una experiencia fallida la idea de clausurar la Gran Vía.
Porque no se ha clausurado. Se ha reducido a unas limitaciones precarias que convierten al peatón y al automovilista en una cobaya, experimentos urbanos no tanto al servicio de un proceso científico como a los vaivenes derivados de la improvisación y de las ocurrencias.
Se diría que la Gran Vía está en obras. Y que el esfuerzo de convertir el bulevar madrileño en un espacio de éxtasis lúdico se resiente sospechosamente de una estética subversiva. No se trata de pasear, sino de manifestarse, entre barreras de seguridad y atónitos policías.
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