Que los puentes de diálogo sean seguros
El consejo de Espriu es conocido: el diálogo exige ponerse dentro de los zapatos del otro, comprender sus razones y después incluso estimarlas
El verso demasiado gastado de Salvador Espriu no pide que se construyan los puentes de diálogo sino que sean seguros, es decir, que no se nos hundan bajo los pies. Pertenece a un poema de La piel de bravo, en el cual el poeta entona una plegaria por Sepharad, porque “viva eternamente, en la orden y en la paz, en el trabajo y en la difícil y merecida libertad”.
No se trata de retomar el diálogo, sino de hacerlo de forma cierta y segura. Que el puente sea auténtico, no un artefacto de cartón piedra. Que no se nos rompa cuando lo cargamos con el peso excesivo de nuestros argumentos. Hay que leer, en todo caso, los versos que siguen para entender su significado lleno: “Y mira de comprender y estimar las razones y las hablas diversas de tus hijos”.
El consejo del poeta es conocido: el diálogo exige ponerse dentro de los zapatos del otro, comprender sus razones y después incluso estimarlas, momento en que el diálogo da sus frutos de pacto y de concordia. En el caso de Sepharad, de España quiero decir, no basta de mirar de comprender y estimar las razones del otro, sino que el poeta nos aconseja que comprendamos y estimamos sus maneras de hablar diferentes, sus lenguas.
Pero Sepharad no existe, Espriu ya no sirve, el diálogo hispánico se ha acabado, según anunció el expresidente de la Generalitat Jordi Pujol el 2009, un año antes de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut de Cataluña. El Partit Popular hacía mucho tiempo que era lejos de Sepharad, desde la mayoría absoluta de Aznar el 2000. Antes incluso que el tripartito catalán al Pacte del Tinell lo declarara proscrito para cualquier diálogo. Rajoy prohibió a Josep Piqué que participara en la ponencia de la Estatut. Después recogió firmas contra la iniciativa catalana. Recorrió ante el Constitucional y presionó el alto tribunal hasta llegar casi a paralizarlo para obtener la sentencia que buscaba. Era el tiempo de los puentes rotos, según la afortunada expresión de Manuel Milián Mestre.
La eficacia de la estrategia está fuera de duda. Ciertamente, los populares están pagando un precio, hasta el punto que en Cataluña son lo Nasty Party (partido antipático en traducción suave) y obtienen unos resultados electorales impropios de un partido de Gobierno . Pero tienen un alto rendimiento electoral al conjunto de España y dividen el socialismo hasta el punto de vallarle el paso de la Moncloa. Si el PP puede ganar casi sin votos catalanes, el PSOE no podrá hacerlo nunca sin bonos resultados en Cataluña.
No sabemos ni podemos asegurar que el diálogo que ahora se anuncia sea verdaderamente el que dice ser. Unos y otros quieren hablar, que ya es suficiente. Pero cada parte llega cargada de condiciones severas. Puigdemont está dispuesto a discutir, pero sólo de la fecha, la pregunta y las circunstancias de la consulta. Rajoy llega dispuesto a discutir de todo menos de la consulta sobre la independencia. Ni una banda ni la otra parecen dispuestas a “comprender y estimar las razones” de la otra, en realidad, ni siquiera a escucharlas.
Son dos gobiernos enrocados. El uno, en un referéndum obligatorio. El otro, en el inmovilismo constitucional. El Govern catalán se puede mover en cuanto a los plazos del calendario y poco más. El español está convencido que puede avanzar en todo el que sea cuantificable, es decir, traducible en términos monetarios, pero no en todo el que concierne soberanía y sentimientos. Ya se sabe, quienes se ven como romanos ven fenicios en todas partes.
El PP también empieza a moverse en dirección a la reforma de la Constitució, pero no quiere abrir el portillo sin saber el resultado final. El consenso no es para el PP un edificio construido por todos sino un acuerdo cerrado con el PSOE previo a cualquier movimiento. El documento federal de Granada acordado entre Rubalcaba y Navarro tiene todo el peine de servir para este consenso preliminar, entendido, obviamente, como punto de llegada, como el PSOE, y no como punto de partida, como el PSC.
La novedad, por lo tanto, no es el diálogo, que en propiedad sólo existe como enunciado de intenciones, sino que el PP, por primera vez como mínimo desde el 2004, en lugar de seguir en su estrategia de los puentes rotos –no a todo–, está dispuesto a interferir en el proceso independentista con personajes sobre el terreno de perfil más político y más capacitado de intervención pública y con ofertas de diálogo y negociación en las cuestiones que no afecten la soberanía. Todo y la modestia de los objetivos, es interesante observar si produce efectos en el electorado, especialmente a la zona central y moderada, y en el mismo proceso soberanista.
En todo caso, se está acabando la época de los puentes rotos, pero parece evidente que todavía no ha empezado la época de los puentes nuevos y seguros que Espriu quería para Sepharad.
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