Vecinos contra vecinos
Ahora avanzamos pancarta en mano hacia el verde absoluto, la conversión de la ciudad en aldea, la demonización del ladrillo
Entrando a Germanetes por la puerta de Comte Borrell se recibe una lección de filosofia urbana. A la izquierda hay un poco de bar y a la derecha una media esfera que protege un "espacio de la palabra", como un mini-auditorio vacío donde hacer asambleas o recitales o música. Es un espacio polivalente, barato y austero. Un cartel de bienvenida promete biblioteca, "hortes obertes" —el catalán permite el juego de palabras—-, cocina de barrio, gimnasia. Pero no hay nadie. Es sábado por la tarde y falta iluminación. Así que cruzo la alambrada hacia el parque propiamente dicho, primero huerto —ordenado, limpio, perfecto— y después pistas deportivas en uso. El espacio es vastísimo, porque en dirección a mar se funde con el interior de manzana que ya funcionaba hace años, mucho más formalizado, ahora destinado a juegos infantiles y que acoge una columnata muy atractiva: de hecho, son trozos de columnas agrupados, todos distintos, curiosos. Hay chicos jugando entre los intersticios. Una pancarta pone "Pisos NO". Huele a tierra mojada, que es uno de los olores que valen la pena.
Aquí hubo un asilo de ancianos regentado por las monjas de la Caridad, las "germanetes". Los que tienen memoria larga recuerdan que en la postguerra se formaban colas de pobres frente a la puerta, a la espera del bocadillo que se repartía. Hoy es evidente que el recinto és más útil como espacio vacante. Con el cambio de siglo, el asilo se cerró y el espacio quedó tapiado, hasta que Xavier Trias lo abrió al pueblo sin gastar demasiado en su arreglo, porque hacía ya años que se le había impuesto un plan de equipamientos. Cuando los últimos alcaldes socialistas, el mantra era pisos sociales, instituto y biblioteca, y los vecinos no paraban hasta conseguirlo, de manera que a cualquier hueco se le adjudicaba ese modelo, aquí también, siguiendo un mapa de equipamientos que tenía que distribuirlos equitativamente en todos los barrios. Después la crisis dejó el tema parado y Germanetes se convirtió en un pulmón.
Hay que convenir que la demanda de equipamientos es generosa: el parque lo aprovecha todo el mundo pero no todo el mundo necesita un instituto o una guardería, o una biblioteca sin ir más lejos. Hay como una vocación colectiva en la reivindicación: lo pido para ti, no para mí. El problema es que han pasado los años y ahora unos vecinos se aferran al plan anterior y otros defienden el espacio verde, que quieren mejorado. Decir defienden es poco. Germanetes es media manzana, 5.000 metros cuadrados, cabe todo. Un solar esquinero, sobre Viladomat, está cercado y en el muro que lo separa pone: "El espacio de aquí dentro también tiene que ser nuestro". Piden los equipamientos, pero en otro sitio. E insinúan una cosa que es bien cierta: en algún momento habrá que pensar que hacer pisos sociales no es la mejor solución habiendo pisos a rehabilitar y pisos a socializar y otras alternativas. Pero un instituto o una biblioteca no se pueden improvisar en ese auditorio que han montado en la esquina. Cierto es también que, cruzando la calle, está el jardín de Paula Montal, donde el instituto cabría enterito, pero me temo que otros vecinos saldrían a la calle gritando.
El conflicto es complicado porque en esta apetencia de zona verde absoluta se mezclan muchas cosas. Por ejemplo, recordar que el Eixample es denso cuando la densidad es hoy un elemento codiciado por su sostenibilidad urbana, siempre que esté, precisamente, equipada. Por ejemplo, reivindican además la peatonalización de Consell de Cent —donde hay mercado popular los domingos—-, con una zona de juegos en el cruce, un disparate que no hace ninguna falta si hay media manzana disponible. Es como un movimiento de colonización, intratable, que se lo quiere quedar todo negando el principio fundamental de la ciudad que es compartir. Compartir usos, compartir intereses. Lo que tenía en mente Ildefons Cerdà cuando hizo su planificación: mezcla y convivencia. Ahora avanzamos pancarta en mano hacia el verde absoluto, la conversión de la ciudad en aldea, la demonización del ladrillo.
Excepto el de la vivienda propia: les recuerdo que Oriol Bohigas proponía eliminar algunas manzanas enteras para hacer jardines en el Eixample. A ver si les parecería bien que les tocara esa lotería. Yo, mirando como juegan las criaturas en Germanetes, tiendo a pensar que necesitarán el instituto dentro de cuatro día.
Patricia Gabancho es escritora
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