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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un día con Ernest Lluch

A los 16 años de su asesinato por ETA, recuerdo del político del PSC y ministro durante un viaje a Bilbao en 1998

J. Ernesto Ayala-Dip

Hacia el verano de 1998, El Correo (antiguamente denominado El Diario Vasco del Pueblo Español)me invitó, en calidad de colaborador, a la inauguración de sus nuevas rotativas. La invitación incluía una cena y una noche de hotel en el mismo Bilbao. Así que no desaproveché la ocasión que se me brindaba para hacerme una escapada a la ciudad del Nervión y de paso ver a mis colegas de tareas literarias, dada mi participación como crítico en sus páginas culturales. Llegado al aeropuerto del Prat, enfilo la zona de embarque y veo en la cola a Ernest Lluch, que también colaboraba en el mismo rotativo expresando sus ideas acerca de la situación vasca. Al llegar hasta la escalerilla del avión veo que Lluch está justamente delante mío para abordar la aeronave. También simultáneamente descubro que el aparato es un bimotor, cosa que subraya mi natural inquietud a la hora de montarme en esos pájaros de acero. ¡Vaya, qué miedo!, exclamé sin el menor disimulo. Entonces Lluch inició una teoría que completó en el avión, razón por la cual nos sentamos juntos. Con los aviones a hélice no hay que preocuparse, dijo como si le urgiera tranquilizarme. El hecho de no tener las pesadas turbinas, lo hace más ligero, ligereza que le permitiría planear si surgiera un problema. Asentí y vislumbré mi futuro inmediato con mucho más sosiego, aunque por nada del mundo tenía ganas de corroborar su teoría. No volvimos a hablar hasta la llegada a Bilbao. En la salida, unos hombres con unos carteles donde se habían garabateados nuestros nombres nos recibieron como si nos conocieran de toda la vida y nos acompañaron hasta un coche. Fue allí donde el exministro de Sanidad me pidió que le repitiera mi nombre. A partir de ese instante y hasta el regreso no dejó nunca de llamarme Ayala. En franca correspondencia yo le llamaba Lluch. Y nos tratábamos de usted.

En la cena que nos ofreció el diario recuerdo que Lluch participó con unas palabras en un coloquio que se había improvisado poco antes del ágape. A la mañana siguiente, después del desayuno, me fui a dar un paseo por la ciudad. No vi a Lluch. A mi regreso y cavilando donde iba a almorzar dado que el vuelo de retorno estaba programado para la tarde, oigo un estruendoso ¡Ayala! Era Lluch que me decía que me estaba buscando para hacer una caminata por Bilbao. ¿Tiene pensado algún sitio, Ayala, para comer? Le contesté que no y me sugirió hacerlo en el restaurante del aeropuerto. Hacía allí enfilamos y en poco tiempo ya estábamos sentados a una mesa pidiendo lo mismo: una ensalada y un pescado irreprochable. Observé que Lluch llevaba un libro de Anagrama en la mano. Trato de acordarme de su título y hasta hoy me es imposible. Sé que hablamos de libros, pero no recuerdo de cuáles. Mientras lo hacíamos comenzaron a acercarse unos jóvenes muy apuestos y atléticos a saludarlo, como si se tratara de un ritual inevitable. Son de la Real (Sociedad), me dijo. Soy accionista del club y me conocen bastante porque siempre que puedo voy a verlos jugar a San Sebastián. Pasado el desfile futbolero, me vino a la memoria un hecho del pasado en el que él participaba. Se trataba de una boda entre una amiga de mi mujer y el que fue durante unos años, y ahora vuelve a serlo, consejero de Hacienda de la Generalitat de Valencia, el también economista y socialista Vicent Soler. Era una noche de verano en Banyoles. Y guardo para siempre la imagen imborrable de Lluch bailando con esmerada delicadeza, con quien seguramente era su esposa. Corría el año 1980. Me pareció que le había agradado que se lo recordara.

Le dije también que había leído su libro sobre el austracismo en España. Me miró con una mezcla de agradecimiento y extrañeza. Obviamente no hablamos de la independencia de Cataluña, porque por esos días no se hablaba de ese tema. Pero sí hablamos de un autor de libros de filosofía español, que siempre respondía a su posición dialogante y pactista respecto al problema vasco con el mismo desdeñoso: "Bobadas". Me dio la impresión que le dolía. Pedimos la cuenta y quiso pagar él. Le dije que lo hiciéramos a escote. Aceptó no muy convencido.

Llegamos a Barcelona y me preguntó dónde vivía. Le contesté que en el Guinardó. Recogió su coche (un Seat Toledo azul eléctrico) del parking del aeropuerto y me llevó a casa. Encantado de conocerlo, Ayala, fue un placer. Nos dimos un apretón de manos y nunca más volví a verlo.

J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario

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