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OPINIÓ
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Mañana de sol en la Gardunya

El edificio de la Escola Massana no intimida porque la fachada principal está dislocada, tiene un cuerpo saliente que le da volatilidad

La plaza de la Gardunya este domingo.
La plaza de la Gardunya este domingo.CARLES RIBAS

L os alumnos están atentos a los detalles, calculan las proporciones, trazan líneas en sus cartapacios. Sentados en la plaza de la Gardunya, están dibujando los bancos, ciertamente sofisticados, que están ahí para acoger el reposo del peatón. Tiene gracia porque no aprovechan los asientos (pocos y duros) sino el bloque de piedra que los sustenta. Creatividad humana espontánea. Sin querer, la realidad está dando una lección a estos futuros diseñadores, si es que ese el camino que han escogido. Me siento a mi vez a mirar la plaza, de espaldas a la Boquería, justo donde el mercado —el merendero del turista—se disuelve en este espacio de silencio y quietud. Atrás quedan las rejas que protegen la Boquería por las noches; están plegadas, de manera que esa entrada posterior es simplemente un voladizo desordenado que seduce con su ritmo detenido.

La plaza se está haciendo por dos partes. De un lado, el solemne edificio de la Escola Massana, que no intimida porque la fachada principal está dislocada: tiene un cuerpo saliente, como un barco despistado que se hubiera encajado en la pared. Ese detalle, nimio, le da volatilidad. Es como si pasaran cosas. El edificio, que se inaugurará el próximo curso, está lleno de andamios, pero a través de la férula se adivina el color. Es “gris arquitecto”, un gris oscuro que, me dicen, es deutor del material que se emplea y que hoy llena las calles de Barcelona. Les da a los edificios una contundencia de puñetazo en el ojo. En los dibujos iniciales, la Massana era color cobre, que era una manera de darle la mano a los muros circunspectos que lo rodean, los de la Biblioteca de Catalunya. Delante crecen pisos sociales que, por lo que sé, serán modernos y funcionales, sin nada espectacular más allá de su función, indispensable. En el flanco, el aparcamiento público; fue lo primero que se inauguró.

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Me quedo un rato mirando los tránsitos de la plaza, que son pequeños y laterales. Me hace gracia porque sé que Carme Pinós, la arquitecta responsable de todo el conjunto, de cada una de sus partes, también empieza su trabajo mirando. Carme Pinós opina que la arquitectura es solucionar problemas con un plus de poética. También dice que, cuando se construye un edificio nuevo, está obligado a no avergonzar a aquellos que llegaron antes, que es describir la necesaria armonía entre las partes. Algo más que funcionalidad, algo menos que prepotencia individual. Lo digo porque Pinós fue la primera mujer de Enric Miralles, un arquitecto que no era precisamente modelo de discreción; cuenta ella que cuando se divorciaron tuvo la sensación de que, entre la gente del oficio, sobraba. Que nadie daba un duro por su carrera, porque todos estaban suponiendo que el genio era él y que ella miraba. Es así de cruel, por más que Miralles haya perpetrado algunos desastres, obras estentóreas y excesivas, mientras que Carme, discreta y elegante, se ocupa de servir el bien público, la comunidad.

La primera pregunta, dice Carme Pinós, es qué relación queremos crear entre el edificio y el entorno, entre el edificio y la gente. Y lo dice una mujer que comanda un estudio numeroso, que no para de recibir premios y que construye en medio mundo. Una mujer que se espanta ante las ciudades descomunales de la China y que se encanta con una puesta de sol en su casa —diminuta—de playa mediterránea. Hablando con ella se entiende que la arquitectura es el arte de hacer ciudades, como esta plaza de la Gardunya —en obras durante años porque la crisis paró el proyecto en seco—organiza un fragmento de barrio que en el futuro estará lleno de voces jóvenes, sentados en los bancos fríos, curioseando en lo que queda de la Boquería, sus fantásticos pasillos laterales hoy sin terrazas, gordas las columnas inútiles.

Leo la encuesta del Col.legi d’Arquitectes: la profesión ya no es lo que era. Los jóvenes trabajan solos —eso les impide acudir a concursos importantes—y construyen poco porque no hay nada para construir. Rehabilitan y rehacen y reordenan espacios. Prima la función social sobre la piedra, hay más hambre que fama y riqueza. No es mala escuela, pero debería ser un aprendizaje temporal de modestia y de valores colectivos, para después sí, encarar el edificio que marque perfil. Seguro que entonces será adecuado, inteligente, sostenible y nada orgulloso; eso sí, cargado de poética. Como debe ser.

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Patricia Gabancho es escritora.

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