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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

‘Kulturkampf', desahogo, esperpento

Una vez el Franco descabezado fue puesto en la calle, y dado que la ideología prohibía al Consistorio protegerlo como se hace con un bien patrimonial, lo que sucedió era inevitable

Es ciertamente incómodo opinar sobre temas polémicos que involucran a colegas muy respetados con los cuales, además, uno mantiene relaciones amistosas desde hace bastantes décadas. Sin embargo, también me resulta incómoda y hasta deshonesta la autocensura, el callar o despistar ante debates encendidos en los que interviene todo el mundo, tenga o no alguna cualificación para hacerlo.

A mi juicio, ubicar en el Born una exposición promovida por el Ayuntamiento sobre el impacto del triunfo franquista en la ciudad era absolutamente razonable y no suponía violentar ningún tabú. De hecho, y en sus tres años de funcionamiento, los espacios del Born han acogido muchas actividades (conferencias, debates, exposiciones temporales y hasta desfiles de moda) que no tenían nada que ver con el desenlace de la guerra de Sucesión. La teoría de que aquel lugar debía ser un sagrario y un coto cerrado del nacionalismo no la ha defendido desde 2002 ningún historiador solvente; fue más bien un augurio malévolo (será “el parque temático de la Cataluña maltratada”, dijeron) de quienes, apenas desenterradas las ruinas, proponían —literalmente— cubrirlas de cemento y olvidarlas. Por otra parte, no hay en la historia catalana un episodio más parecido a la derrota, la represión y el exilio de 1939 que la derrota, la represión y el exilio de 1714, o viceversa.

La exposición Franco. Victòria. República. Impunuitat i espai urbà estaba, pues, muy bien puesta en el antiguo mercado central. El problema era que, por presupuesto, metros cuadrados y contenido, tal exposición iba a tener un impacto discreto sobre la vida ciudadana y el debate público. Y, al parecer, algunos responsables políticos del gobierno municipal querían convertirla en el primer asalto de una Kulturkampf (combate cultural) —o, como se dice ahora, de una lucha por el relato— contra la hegemonía narrativa del independentismo. Si este, bajo el mandato de Xavier Trias, no sólo musealizó el yacimiento arqueológico, sino que señoreó la plaza del Born con una bandera cuyo mástil mide 17,14 metros, eso no se podía neutralizar con unas vitrinas y unos paneles. Hacía falta algo bastante más potente.

Aquí es donde entró en escena la estatua ecuestre de Franco, que aseguraba la polémica desde el primer anuncio de su presencia. Para justificarla, se dio a la exposición un sesgo de “denuncia” de la “impunidad” con que grandes monumentos franquistas permanecieron en el espacio urbano durante décadas de democracia. Es una tesis que suscribo con fervor: el lector curioso hallará en la hemeroteca de EL PAÍS, por ejemplo, un artículo mío de finales de 2004, Monumentos a nadie, donde reclamaba que se desmantelasen de una vez los memoriales barceloneses a la Victoria, a los Caídos y a José Antonio Primo de Rivera. Pero es una denuncia difícil de enarbolar desde el equipo de la señora Colau, porque los responsables políticos de aquella impunidad monumental fueron los socialistas, que gobernaron la ciudad desde 1979 hasta 2011 y que hoy lo hacen de nuevo, junto a ella.

Una vez el Franco descabezado puesto en la calle, y dado que la ideología prohibía al Consistorio protegerlo, como se hace con un bien patrimonial, mediante unos cuantos guardias jurados, lo que sucedió era inevitable. Y no fue —según ha sostenido cierto columnismo biempensante— que aquellos cobardes incapaces de inquietar a Franco vivo fuesen a escarnecer su indefensa imagen de bronce; creo que ha sido más bien una especie de desahogo generacional de quienes quizá juzgan a sus padres demasiado timoratos o acomodaticios ante la dictadura, tal vez los mismos que ven la transición como un fraude y quieren acabar con el régimen de 1978. En todo caso, fueron cuatro días de una terapia colectiva entre conmovedora y esperpéntica que, desde un punto de vista político-electoral, no le ha causado a Barcelona En Comú ningún daño. Al contrario: ¡menuda credencial de progresismo, someter al déspota (en efigie) a semejante ritual de humillación!

Así las cosas, resulta de un falso candor improcedente que el primer teniente de alcalde, Gerardo Pisarello, se quejase el día de la inauguración de que “las críticas esconden un ataque al gobierno municipal”. Pues claro: la imprescindible pedagogía sobre los estragos de la dictadura se puede hacer de muchas maneras. Los de Colau escogieron la más provocadora y épatante, y la oposición entró al trapo. Lástima, porque la memoria histórica merecería más rigor y menos truculencia.

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Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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