Paseos con mi prejuicio
Sant Adrià no es un sitio marginal, ni siquiera en la estética heredada. La crisis ha apretado, pero hay una alegría subterránea que aguanta la existencia
Resulta que el problema candente es el tanatorio. Estoy en Sant Adrià del Besòs, he venido a dar un paseo después de muchos años de no venir. Quiero ver la realidad áspera que bordea el Besòs, tan clandestino, y no porque el espléndido parque fluvial no funcione, no, sino porque las estructuras urbanas, que son anteriores, han huído siempre de un río que era pestilente y ahora no hay quien lo arregle. Bajo del tren frente a las chimeneas peladas, que no son guapas más allá del perfil y el símbolo, clavadas en un entorno desolado. No serán bellas hasta que no se vuelvan a usar. Ni asomo del campamento gitano.
Enfilo la avenida porque quiero llegar hasta la iglesia “de arriba”, cruzando Sant Adrià en vertical, y lo primero que anoto —no lo había pensado— es que la ciudad no tiene el aire del Maresme, de pueblo relajado con frente de mar y la riera que lo parte y organiza, esas rieras que otra vez mostraron su ferocidad y su capacidad de canalizar aguas enloquecidas. Sant Adrià sufrió mucho las inundaciones del 62, me lo contó un vecino que recordaba los puercos inflados como zepelines detenidos por algún obstáculo.
Me flanquea un pinar que es el borde del aparcamiento de un centro comercial de los de antes; después hay instalaciones industriales, algo que se repite en la geografía adrianenca, precisamente en los sitios que serían claves si alguien quisiera hacer una ciudad de vacaciones, una ciudad de turismo.
Pasado el puente de la C31, ineluctable, con las fotos enormes de la gente y sus mensajes de solidaridad —un decorado que resigue la otra autopista hasta Montcada— empieza a aparecer algo de pasado lejano, casas de hace un siglo, no más, y una estructura urbana más amable, más de vida colectiva que los pisos alineados, y se nota que estoy en el epicentro de la actividad porque ya no hay sólo jubilados en el bar, sino gente de toda edad y condición, gente de paso rápido, gente ocupada.
Más arriba encontraré el núcleo antiguo, cuatro casas monísimas, y la placita de la iglesia —una iglesia nueva— con sus ciruelos salvajes. Ni se intuye el Besós, que está a cuatro pasos, así que decido buscarlo y volver por el paseo, que se corta cuando trastos industriales y la carretera engullen el espacio. He visto una docena de esteladas. No he oído una sola palabra de catalán. Y he encontrado una tienda espectacular, que podría abastecer el carnaval de Río o una fiesta latina de quince años, tanta es la purpurina que luce el escaparate. Purpurina y zapatones imposibles.
El tanatorio, contestado con carteles por todas partes, es un caso simple: el Consell Comarcal subastó unos terrenos de uso sanitario o funerario al otro lado del río, en La Catalana, y ganó una empresa que pagó el doble que la omnipresente Memora, se dice pronto. Seis millones para hacer un tanatorio-crematorio que los vecinos ven con repelús. Sant Adrià no tiene cementerio. Esta historia viene de lejos, incluso se lió con el caso Pretoria, pendiente de sentencia y de claridad. Los vecinos no quieren la cosa y yo intuyo que hubo poco diálogo a causa de los intereses creados.
En fin. Lo que quería decir es que Sant Adrià no es un sitio marginal, ni siquiera en la estética heredada. Es increible lo que ha mejorado esta ciudad. Seguro que la crisis ha apretado fuerte, qué si no, pero aquí hay una vida consistente, hay una alegría subterránea que aguanta la existencia, hay yo diría que confianza. Una confianza que flaquea en los bordes pero que sostiene el núcleo central.
Esperaba comentar otras cosas porque venía acompañada de mi prejuicio, una imagen estereotipada de suburbio. Es la imagen que construye Javier Pérez Andújar en el libro cuyo título parafraseo, un libro magnífico y resentido, que afea Barcelona por su voluntad de exclusión, que él no sufre pero que se suele resaltar desde la periferia inmigrada. No se llega igual a Barcelona si se viene de Sant Adrià que si se viene de Vic, la capitalidad funciona de forma diferente. Y este prejuicio lo remacha Ada Colau cuando insiste tanto en la necesidad de inversiones prioritarias en la línea del Besòs, como si nunca hubiera habido inversiones antes, y cuando encaja la etiqueta de pobreza a estas poblaciones que son dignidad y esfuerzo y esperanza. El paseo destruye estas construcciones mentales casi ficticias. Espero el tren. A mi lado una mujer todavía joven explica por el móvil que ya empezó a cobrar el Pirmi
Patricia Gabancho es escritora.
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