El invierno de Manel
La banda barcelonesa inició apabullando su gira de teatros en el Tívoli

¿Se aburrirán de gustar? Se ignora, pero parece seguro que antes de hacerlo habrán hecho mutis por el foro. Eso seguro. Mientras la vida pasa felizmente para Manel. Y en el camino van cosechando noches de éxito como una vieja dama perlas en su collar. No importa si es verano y su público les escucha en manga corta al aire libre o si ya en otoño, los brazos van cubiertos y una butaca acoge cálidamente al aficionado. En la noche del lunes, en el Tívoli, local en el que afirmaron haber querido actuar ya hace tiempo, en la presentación de su cuarto disco, Manel cruzaron esa frontera entre el verano y el invierno recogiendo sus canciones en un teatro, lo que repetirán hoy y en las próximas semanas hasta finales de enero una quincena de veces. Conciertos por todo el país, entiéndase país como se entienda, que también irán a Murcia, para sacar pecho con su último disco, explicado ya en la distancia corta, esa que el topicazo permite a quien pierde poder de convocatoria presumir de mirar a los ojos de la gente. No es el caso de Manel.
Gente había, lleno el local, como lo estará en el segundo concierto. Y el final, como en las actuaciones de verano, apoteósico, con el público bailando con Teresa Rampell, ya abandonadas las butacas. Se hizo por vez primera con “Boomerang”, y dado que el grupo no gusta de hacer conciertos lineales, el intercalado de piezas con mayor o menor tensión provocaba una entretenida e involuntaria coreografía de la platea, ahora arriba, más tarde abajo, en pie, sentada o esperando volver a estar en pie. Mientras ellos allí en escena, al final indisimuladamente contentos, después de que el hierático Gisbert se soltase en unos bailes de aún con todo ademán contenido dándole a “La serotonina”. Parecía hasta autoparódico. Contentos pues. Habían conducido a su público por un repertorio en el que la diversidad de estilos emparentados en el pop, expresado en tintes oscuros o folk, con rítmica electrónica o rockera, para bailar sueltos o agarrados, para demostrar, en suma, que sus canciones se parecen solo lo razonable. Y todo ello se había vuelto a articular en torno a la palabra, a la historia concienzuda y esmerada que aún brilló mejor entre las paredes de un teatro, donde solo cabe mirar escenario o cogotes mientras se sigue la voz que guía la excursión por esos mundos de Manel.
Momentos bonitos de la noche. Quizás uno entre cien. Manel cantan “La bola de cristal”, una balada de regusto norteamericano, dulce pero con historia agridulce, y todo un tipo de esos que parecen presumir de no enternecerse ni a la de tres, se levantó emocionado y quiso compartir ese sentimiento con la platea, entonces sentada. Braceaba declarándose así tierno. O aquellas miradas entre las parejas, que aunque se cantase a Yoko parecían ser ellas las destinatarias de la dulce melodía. O ese delirante momento en que Gisbert, tieso como un poste de telégrafos, largo hasta acabar los metros, se movía para pedir al público, entonces botando, que continuasen haciéndolo pero sin palmas. ¿Se puede imaginar un estanque de zancudos silencioso?....pues lo mismo, pero en teatro. Por no hablar de la cara de pasmo entre el respetable al volver a escuchar la historia del diablo que apareció en Collserola. Y eso, a la postre, consiguieron Manel, un dominio absoluto de su cancionero, de su público, de su puesta, sobria como marca la casa, en escena y de sí mismos. Un nuevo triunfo en su haber. Que fuese otoño solo se notó por las butacas.
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