En el laberinto del padre
Enorme trabajo de Héctor Alterio en el Romea
El padre es de aquellas obras que conviene encarar sin prejuicios. Un esfuerzo que será recompensado. Se recomienda obviar los peores recuerdos que puede despertar un argumento que tantas veces ha servido para manipular al espectador con una versión barata de la emoción: el sentimentalismo. La solución fácil para tocar el corazón del público es contar con un protagonista de avanzada edad y frágil salud que deje en evidencia la inexorable decadencia física y mental del ser humano. Mejor aún si esa trágica realidad está condicionada por las actitudes de una sociedad deshumanizada, con los más allegados sobrepasados por la estresante situación.
Andrés (el protagonista) padece algún tipo de demencia senil. Un anciano de fuerte carácter —un Lear en potencia, según la crítica británica cuando el texto francés pasó por la traducción de Christopher Hampton—, más cerca de los noventa que los ochenta. A su lado, una hija divorciada que hace poco ha iniciado una nueva relación. Lo obvio sería mostrar el rápido declive desde la perspectiva de los que sufren esa degradación y fabricar un drama convencional. Pero Florian Zeller presenta una opción mucho más interesante: el espectador es colocado en la mente en retirada del anciano y (re)construye el espacio y los hechos desde esa perspectiva tan poco fiable. ¿Qué hacer con unos personajes que cambian de rostro y de relato? ¿Entre esas volátiles sombras hay alguna amenaza real? La atmósfera se vuelve, escena tras escena, más extraña, más propia de una narración de terror psicológico.
El padre
De Florian Zeller. Dirección: José Carlos Plaza. Intérpretes: Héctor Alterio, Ana Labordeta, Luis Rallo, Miguel Hermoso, Zaira Montes y María González. Teatre Romea. Barcelona, 15 de septiembre.
Es un laberinto tenebroso que sólo funciona si tienes al actor perfecto para evitar que el público se acomode en la compasión. Zeller ha tenido mucha suerte. Todos los protagonistas en los montajes de París, Londres y Nueva York —todos con la edad natural del personaje— han ofrecido una actuación de premio. Fortuna que se repite en la adaptación española —dirigida por José Carlos Plaza— con el enorme trabajo de Héctor Alterio. La gradación de su alejamiento de la consciencia es tan sutil que cuando se rompe el último hilo que le conecta con la realidad que comprendemos, en la sala se propaga una rara sensación de vértigo ante la soledad que surge del llanto de un viejo-niño que llama a su madre. Un crudo despertar después de pasarse toda la función conectada a unos ojos que cada vez viajan más lejos para huir de la extrañeza invasora.
Sería un montaje extraordinario si el resto del reparto mostrara un poco más de ambición para no ejercer sólo de eficaces comparsas. Quizá ese desequilibrio actoral no importe demasiado cuando tienes una demostración de sabiduría como la exhibida por Alterio, pero el texto ofrece calidad y espacio para que el papel de la hija (Ana Labordeta) tenga una presencia aún más destacada.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.