De ‘arriba’abajo’
Quienes aún deambulan con la mirada fija en el paisaje gozan de un Madrid que se pierden todos los que caminan absortos en sus pantallas
Hay quien habla solo y la que va murmurando recuerdos ya muy remotos de la nieve. Los hay que parlan al móvil, inventando vacaciones para este mismo fin de semana, lejos del bochorno y lo más cerca posible del mar. Está la señora que mira las nubes en busca de una brisa y el joven que pone a prueba las gafas oscuras mirando directamente al sol. Basta mirar el foro que se improvisa en cualesquiera de las paradas de los autobuses para diferenciar a quienes no se cansan de admirar Madrid por arriba, mirando sus fachadas y terrazas elevadas, y quienes se instalan en las terrazas a ras de calle, mirando pasar el tiempo horizontal de las prisas, y también de quienes caminan cada día más lento.
Quien se concentra en los pliegues de las aceras asume la posibilidad de una sorpresa: el hallazgo de una moneda que se vuelve valiosa por el solo encuentro o los papeles sueltos que son manjar de todo lector empedernido. A contrapelo, quienes caminan Madrid con la mirada alzada reconocen de pronto a los edificios que llevaban meses envueltos en gasas de rehabilitación arquitectónica y su redescubrimiento encierra una felicidad ligada a la nostalgia con el contraste de la fachada limpia y la comparación con la pátina sucia del propio recuerdo. Hablo de quienes aún deambulan con la mirada fija en el paisaje, gozando un Madrid de arriba’abajo que se pierden todos los que caminan absortos en sus pantallas, mirando correos electrónicos que en realidad no son urgentes o tuiteando los mismos pasos que se van dando al caminar.
Hay quien justifica el nuevo videojuego de moda argumentando que se trata de un móvil electrónico para cazar caricaturas en tercera dimensión y hay quien explica (casi con las mismas palabras) que eso no es más que metáfora de lo que venimos haciendo desde hace siglos: andamos con la mirada atenta y el ánimo dispuesto para atrapar a la marmota de los pasteles o al oso vendedor de lotería; por allí delante camina con prisa un ave nonagenaria que viene de la compra de algo, y en la esquina se para hierático el funcionario que parece una garza pidiendo un taxi con un leve movimiento de su pico.
Entre tanto trajín, Madrid de verano parece multiplicar los casos de transeúntes que rozan los codos de los demás o de plano se paran en seco con el único afán de estorbar, pero también el vértigo de esa distracción inevitable que de pronto confirma que la Cibeles ha quedado envuelta en un andamio circular para su acostumbrado maquillaje monumental, sin marido que la reclame, como curiosa clonación de lo que pasa con más de una pareja de paseantes… asados por el calor.
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