Barcelona libre de TTIP
Quienes se oponen al tratado en bloque se equivocan en bloque. Pero aciertan al pedir mayor transparencia en la negociación o que no se obvien los instrumentos cruciales de cada cultura nacional
Algo tendrá el agua cuando la bendicen: en poco más de un año, el proyecto de Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión (Transatlantic Trade and Investment partnership: TTIP) ha concitado las críticas del candidato por el Partido Republicano a la presidencia de los Estados Unidos, del Ayuntamiento de Barcelona, de la presidenta del Frente Nacional francés y del mismísimo presidente de la República Francesa.
Esta pasmosa armonía de contrarios se entiende sin mayor dificultad: si el TTIP llegara a firmarse, todos los mencionados (y muchos más) perderían poder (político). El pasado 21 de abril se firmó en mi ciudad la Declaración de Barcelona (otra más) por la cual se invita a autoridades locales europeas a declarar a sus ayuntamientos zonas libres de TTIP (https://www.ttip-free-zones.eu/), algo que Barcelona ya había hecho meses antes.
Hoy por hoy el TTIP es inverosímil y así seguirá hasta, al menos, a finales de 2017 cuando ya hayan tenido lugar las elecciones presidenciales francesas y las generales alemanas.
Pero el TTIP también es, visto en su conjunto, una idea muy buena. Propone un acuerdo comercial entre los Estados Unidos de América y la Unión Europea con el triple objeto de reducir las barreras arancelarias y regulatorias, establecer estándares comunes y facilitar las inversiones de empresas europeas en los Estados Unidos y viceversa. Dejémonos de abstracciones y vayamos por partes.
Los aranceles en vigor no son muchos, pero sí mayormente ridículos: los americanos cobran aranceles del 14% sobre las importaciones de vagones de tren europeos (nosotros, el 1,5), del 30% sobre las importaciones de textiles y del 130% sobre cacahuetes. Esto, en clave de interés general, carece de sentido. Luego ambas zonas favorecen subsidios a las exportaciones agrícolas, en daño claro para terceros países pobres.
Lo más serio son las barreras regulatorias. Una buena amiga mía, ecologista convencida, me recita en modo letanía la lista de los 1.372 productos químicos prohibidos en Europa. Ni se me ocurre objetar un solo ítem, ¿pero qué ángel rebelado nos impide establecer un sistema de listas positivas y negativas y, a continuación, acordar el reconocimiento mutuo de las inspecciones realizadas por las agencias regulatorias (americana o europea) respectivas, evitando así la doble inspección?
Si seguimos bajando al aburrimiento de los casos concretos, comprobaremos que hay mil sobre los que podemos llegar fácilmente a acuerdos contra, acaso, cien debatibles (servicios públicos, educación y cultura, pesticidas, cosméticos, frutos de la ingeniería genética, etc.). Por supuesto, decir no a todo es lo más fácil y permite además al político obviar al experto, siempre elitista y no elegido. No se dejen llevar, por favor, y piensen en el arquitecto europeo que, con poco trabajo aquí, quiere tratar de proyectar y dirigir la ejecución de su proyecto en Alabama. No se me alcanza ninguna buena razón por la cual hayamos de impedir acuerdos sobre el reconocimiento mutuo de títulos y capacidades profesionales. Y si pasamos ahora a los servicios públicos, mucha de la oposición desatada deriva de la enemiga de los gobiernos locales a perder el monopolio de su prestación o concesión y no solo (aunque también) de la tutela de los trabajadores y usuarios del servicio.
Luego están las diferencias de estándares. De nuevo, todos ganaríamos si nos pusiéramos de acuerdo en la mayoría de ellos. Carecería de sentido que los enchufes para recargar coches eléctricos fueran distintos a una y otra orilla del Atlántico. Tampoco sería razonable que la falta de acuerdo entre Europa y Estados Unidos acabara por facilitar que terceros países muy poderosos, por ejemplo, asiáticos, nos impusieran sus propios estándares.
Y, finalmente, están los acuerdos en materia de inversiones. Aquí la crítica más conocida es la oposición a la propuesta originaria de que los conflictos fueran resueltos por paneles arbitrales. Ahora, la Comisión Europea ha propuesto tribunales compuestos por jueces profesionales europeos, americanos y de terceros países. Hay muchos otros sistemas específicos razonables, pues es innegable que muchas judicaturas nacionales son caseras (les pongo un ejemplo extremo: imaginen que Turquía accede a la Unión. ¿Confíarían ustedes en la independencia y neutralidad de sus jueces?).
Quienes se oponen al tratado en bloque se equivocan simétricamente en bloque. Pero aciertan cuando piden mayor transparencia en la negociación o que no se obvien los instrumentos cruciales de cada cultura nacional, a los parlamentos elegidos por los ciudadanos de cada país. Y la noción de que ciudades hasta ahora muy abiertas como la mía acaben proponiendo la reconstrucción de sus murallas nos empobrecería a (casi) todos.
Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil de la Universitat Pompeu Fabra.
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